N° 1945 - 23 al 29 de Noviembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEl radicalismo, como ideología en sentido amplio, o como instrumento político o social en particular, se apoya en la violencia, la agresión y con menor intensidad en la descalificación y el insulto, que suele disfrazar con frases hechas. Se trata de difamaciones genéricas o consignas vacías de contenido. Son todas formas de terrorismo que los mayores exponentes actuales, los yihadistas, han desarrollado impunes para reivindicar su religiosidad.
Hay otros por fuera de la religión con similar accionar. La religiosidad no va unida solo a las creencias religiosas. Hay un mundo paralelo que algunos expertos denominan “religiosidad popular” que se desarrolla al calor de una exaltación romántica o fantasiosa del mundo real y sus movilizadores meten a todos dentro de la misma bolsa.
En los últimos años se ha producido en Uruguay un crecimiento progresivo de ese radicalismo que ha sido robustecido por el uso de las redes sociales, por momentos útiles instrumentos democráticos, y en otros, mecanismos de adoctrinamiento anónimo y cobarde.
Según la Real Academia Española, el radicalismo es la doctrina “que propugna la reforma total del orden político, científico, moral y religioso”. En otra acepción señala que es un “modo extremado de tratar los asuntos”.
Todo esto viene a cuento porque en la sociedad uruguaya, cada vez más agresiva y violenta, han sido excepcionales los ataques a templos católicos como en cambio, y en reiteración real, se han producido desde hace décadas contra los judíos y sus sinagogas, o mediante la burla a otros que practican religiosidades que algunos califican como “no tradicionales”.
Un informe de este mes publicado el miércoles 15 por El País de España establece que en Brasil—, hasta ahora un ejemplo mundial de tolerancia religiosa—, en los últimos cinco años creció 4.9% la ola de ataques religiosos. Se produce una denuncia cada 15 horas debido a acciones hostiles o a la profanación de lugares de culto.
Las más perseguidas han sido las religiones de matriz africana —de gran desarrollo en Brasil—, pero el problema alcanza también a templos católicos y protestantes, iglesias evangélicas, centros espiritistas y sinagogas judías.
Aquí y ahora se produjo un ataque contra la iglesia del Cordón dentro del marco de una marcha del Primer Encuentro de Mujeres del Uruguay que tuvo lugar el 3, 4 y 5 de noviembre. Un grupo con la cara tapada se desprendió de los manifestantes, saltó la reja exterior de la iglesia y pintó consignas difamatorias y anticatólicas. Luego, para celebrarlo y ufanarse, subieron fotos en Facebook y aquí no ha pasado nada. Ninguna de las defensoras de los derechos de la mujer intentó detener a las agresoras, por lo cual es razonable pensar que fue algo planificado y avalado por los/las (para ser inclusivo) dirigentes. ¿Libertad de expresión?
Esa metodología —con la diferencia de que no hubo heridos ni muertos— es filosóficamente igual que la de quienes matan y destruyen en nombre de Alá, los más notorios y letales; los gestores del “terror santo”.
Luego de lo ocurrido a comienzos de noviembre no he visto reacciones de los partidos políticos, de otras religiones ni del sistema judicial, cuyos integrantes están siempre dispuestos a expresar posiciones por otros temas ideológicos, políticos o partidarios.
Lo de la iglesia del Cordón no fue lo único. Cuando el cardenal Daniel Sturla salía de la iglesia Matriz, una mujer le dijo que quería hacerle algunas preguntas. Sturla se dispuso a escucharla y en cambio recibió una andanada de insultos: “Curas pedófilos, Iglesia basura. No apoyan el aborto pero sí a los pedófilos”, entre otras consignas de similar tenor.
Desde que asumió Sturla ha tenido una activa y penetrante participación social dando la cara para debatir sobre los temas más variados. Ha reinstalado a la Iglesia católica con una presencia de la cual carecía, y esto lo expreso desde mi nula participación religiosa en general, y católica en particular. Eso no impide que me repugnen los casos de pedofilia en la Iglesia y fuera de ella, así como el terrorismo, como seguramente le ocurre a Sturla.
Alguien generoso y magnánimo contemporizador podrá decir que lo ocurrido fue una tontería, un desborde emocional de militantes enardecidas que no representan a todas. Tal vez. Pero las/los organizadores de ese encuentro no han cuestionado esas acciones radicales ni expulsado a las autoras.
El radicalismo apunta contra quienes opinen diferente, como para el caso es la libertad de abortar. Insultan, ofenden, cuelgan etiquetas y organizan campañas hostiles de desprestigio en las redes sociales. Observan al crítico como un enemigo sin términos medios. Es el estalinismo del siglo XXI, mientras las sanciones judiciales brillan por su ausencia. Digo sanciones sin mencionar la prisión preventiva que en estos casos en los que sus autores se escudan en un grupo parece más que justificada por sus connotaciones posteriores.
Hace un tiempo, con motivo de algunos procesamientos sin prisión, el fiscal penal Gustavo Zubía razonó: “Todo lo que sea aplicar sanciones sobre los seres humanos para favorecer la convivencia, parece que es mala palabra. Si la sociedad desempeña conductas violentas es la consecuencia de las conductas que no son sancionadas. La violencia social es la falta de límites. La cultura tiene la obligación de educar y limitar. Cuando uno educa hijos se da cuenta de que (son necesarias) una tanda de amor y otra de sanción. Pero nos hemos olvidado de la sanción”.
Es así. Estas radicales no tienen nada que perder. Si fueran identificadas y procesadas sin prisión seguramente lo considerarían un galardón y tendrían un motivo para generar más movilizaciones protestando contra una eventual represión o sacudiendo la desprotección de las mujeres.
La opinión de Zubía viene a cuento porque el radicalismo no solo causa fisuras en la integración social sino que las alimañas (cada vez hay más y variadas) medran en la convivencia.