N° 2051 - 19 al 25 de Diciembre de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáMarie de Vichy-Chamrond fue todo un emblema de su siglo; y tal vez un anuncio. Siendo muy joven tuvo la precaución de casarse con Giacomo de La Lande, marqués Du Deffand y rápidamente brilló en la corte por la gracia de su porte y por el ingenio de una conversación escéptica, fuertemente irónica, siempre insinuante. El príncipe regente, Felipe de Orleans, quedó secuestrado por sus irreverencias y la contó siempre entre los invitados a los famosos soupers del Palais-Royal.
Cuando consiguió asentar su posición la marquesa, título en mano, prefirió no dejarse estorbar por el cargoso amor de su esposo; esta circunstancia aumentaría su buena fama y el interés que despertaba en los más exigentes círculos de la nobleza. Fue así que comenzó su verdadera carrera como símbolo de la cultura galante que inmortalizaran las telas de Watteau y de Boucher, a veces también de Fragonard y ya sobre el final de Elizabeth Vigeé Le Brun. Su reino, aunque polémico, fue indiscutido, pero también inteligente; en algún momento comprendió Madame Du Deffand que la belleza no la acompañaría por siempre, de modo que era más prudente empezar a guardar cierto recato para asegurarse una existencia respetable, ya que el encanto tiene siempre como límite deseable la sobriedad. Es cierto que no renunció nunca a los ocasionales amores, pero también es verdad que ya un poco mayor prefirió cobijarse en las delicias de la vida intelectual, para la que también demostró dotes dignas de encomio; la belleza de su alma, se ha dicho, compitió en igualdad de condiciones con los rasgos de una mujer a la que los años nunca consiguieron ofender demasiado.
Culminó su nuevo apostolado retirándose a una vida modesta y se limitó a recibir, con ostentosa simplicidad, a algunas personas notables. Desde ahí comenzó a dictar cátedra de buenas costumbres, de savoir faire y de alta calidad cultural. El resignado esposo le obsequió una viudez temprana acompañada por una renta muy considerable y varias propiedades. Es así que al cabo de pocos años constituyó uno de los salones más distintivos de Francia, donde eran habituales visitantes D’Alembert y Montesquieu, junto a científicos, poetas, ministros y algunas de las trepadoras más entretenidas de la corte. El amo de esas amables reuniones no podía ser otro que Voltaire, quien la conectó con lo más granado de la civilización y le permitió conocer de primera mano las grandes novedades del orbe literario y político de Francia y aun de varias cortes europeas. La voluminosa correspondencia que mantiene con el escritor es uno de los tesoros de la literatura de esa época y acaso también un más que leal testimonio de las transformaciones mentales y de valores que ya se estaban articulando en el seno de la sociedad francesa.
El destino, sin embargo, le mostró una mueca amarga. Siendo todavía relativamente joven e inquieta Madame Du Deffand comenzó a perder la vista: la “gran sombra” de la ceguera y el gusano secreto del aburrimiento, su enemigo implacable, debilitaron su fuerte temperamento, exacerbaron aún más su carácter variable y sospechoso, tanto que finalmente todos la abandonaron. Sin embargo, cuando su vida ya parecía cerrada para algún tipo de placer, un joven letrado inglés, nada menos que Horace Walpole, la encendió con una pasión senil, la más profunda que había sentido, la que no le había sonreído a su juventud disipada en exceso.
Los intercambios que mantuvo con el IV conde de Oxford, todo un emblema de la Ilustración inglesa, son una suerte de lección de la geografía mental de la segunda mitad del siglo XVIII, donde se aprecian los valores, prejuicios, intenciones, límites, creencias y más que nada las perspectivas de porvenir de una sociedad que se sabía protagonista de unos horizontes hasta el momento desconocidos; ambos corresponsales, en efecto, supieron sentir el rumor del porvenir, pero también, como una claridad que impresiona, denunciaron involuntariamente los rasgos más característicos de su tiempo. La dama se revela en estas cartas con una sinceridad que ninguna amiga o confidente le conoció; exhibe fastidio, aburrimiento y con frecuencia es directamente despiadada con los defectos y debilidades de sus semejantes. Walpole la secunda con frescos y mejor argumentados desdenes. Ambos nos dibujan el siglo.
Recomiendo la lectura de Lettres, (1742-1780), de Madame Du Deffand (Mercure de France, 2018).