N° 1957 - 15 al 21 de Febrero de 2018
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáNada grande se ha hecho en la historia sin el concurso de la pasión. Esto lo decía Hegel en tiempos de su mayor gloria, cuando la pasión por la notabilidad lo llevó a ocupar el rectorado de la Universidad de Berlín. No es raro que este pensador, para quien la razón es la clave del misterioso orden del universo, asignara protagonismo a la pasión, por más que la considerara íntimamente manipulada por los superiores designios de la razón. Hegel, se sabe, fue hijo del furor de la Revolución francesa, un contemporáneo abrumado y fascinado por la certeza para él visible de que la razón termina por imponerse en la historia; pero lo hace sirviéndose de los empujes, de las energías, de las ciegas y por lo común irresistibles fuerzas de la pasión.
Charles Maurice de Talleyrand aborda este problema en su oblicuo, casi subrepticio acercamiento a la Revolución francesa, fenómeno que lo tuvo de actor y autor, y también de espectador distante y de desvergonzado conspirador. Sus Memorias (Editorial Desván de Hanta, que distribuye Gussi) informan acerca de una teoría que no formula como tal, pero que fácilmente puede entenderse si asumimos la historia en sentido trágico, como lo hicieron Sófocles o Shakespeare. En su concepción, ciertos fenómenos históricos —y la Revolución francesa lo es por excelencia—resultan de una sinergia de pasiones que operan a partir de una de ellas, la que actúa como desencadenante e imán para sus ciegas congéneres. En su ligera crítica a Nécker, a quien no perdona su protagonismo y haber tenido una hija que lo despreciara como hombre y como político y aun como miembro de la familia humana, escribió: “Su soberbia no le dejó ver que el movimiento que existía entonces en Francia era producido por una pasión común a todos los hombres: la vanidad. En casi todos los pueblos solo existe de una manera subordinada, y no forma más que una matriz del carácter nacional, mientras que entre los franceses, como antiguamente entre los galos, sus antepasados, intervinieron en todo y domina en todo con una energía individual y colectiva que la hace capaz de mayores excesos. En la Revolución francesa esta pasión no ha figurado sola: ha despertado otras a las que ha llamado en su ayuda; pero estas les han quedado subordinadas”.
Su mirada trata de encuadrar la jerarquía de los actores que portaron estandartes de estas debilidades, a la vez que muestra el complejo escenario en el que los títulos y las indumentarias discrepan con la descarnada realidad. Por eso derriba el mito de enfrentamientos que en realidad fueron componendas, tropiezos y extravíos que confluyeron en un mismo espacio a la misma hora, y no precisamente los antagonismos graves y meditados que habrían movido las solemnes ruedas de la historia. Su descripción es por demás ilustrativa: “El Estado, aunque dividido nominalmente en tres órdenes, no lo estaba realmente más que en dos: nobles y plebeyos; una parte del clero pertenecía a la primera y el resto a la segunda. Toda preeminencia en el orden social se funda sobre una de estas cuatro cosas: el poder, el nacimiento, la riqueza y el mérito personal. Después del ministerio del cardenal Richelieu y en tiempos de Luis XIV, todo el poder político se encontró concentrado en manos del monarca, y los órdenes del Estado no participaron en absoluto de él. La industria y el comercio llevaron la riqueza a las clases plebeyas y toda suerte de méritos se desarrollaron en ella. No hubo, pues, más que un título de preeminencia, que quedó solo: el nacimiento. Pero como la nobleza había sido concebida desde hacía bastante tiempo de un modo venal, el nacimiento mismo podía ser sustituido por dinero, lo que rebajó a aquella a nivel de la riqueza. Los mismos nobles la rebajaron todavía más casándose con hijas de advenedizos enriquecidos, en lugar de hacerlo con muchas pobres, pero de sangre noble. (…) En lugar de una nobleza había siete u ocho: una de espada y una de toga, una de corte y una de provincia, una antigua y una nueva, una alta y una pequeña. Cada una pretendía ser superior a la otra. Al lado de estas pretensiones el plebeyo levantaba las suyas, casi iguales a las del simple gentilhombre, por la facilidad que tenía para llegar a serlo. Muy superior a menudo a este por la fortuna y por el talento, no se creía inferior a aquellos a los cuales se creía igual el mismo gentilhombre”.
Es bueno este muy valioso libro porque, con las reservas del caso, acerca y desmitifica.