Nº 2161 - 10 al 16 de Febrero de 2022
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn estos días de furor “político”, se hace difícil sacar la cabeza del balde y mirar hacia otro lado, menos enloquecedor. Difícil porque gracias a las cámaras de eco en las que vivimos encerrados, todo el mundo parece estar hablando de lo mismo aunque no sea así. Tal es el caso del Sí y el No a la LUC, asunto que ha colonizado la charla común hasta el ridículo, en unos términos tan básicos que mueven a risa a cualquiera que no sea un militante de alguna de las opciones. Es tal el ruidaje que pareciera que los problemas reales del país, esos que vemos arrastrarse desde hace décadas, hayan quedado en suspenso mientras la sociedad toda hace como si de verdad creyera que esos problemas, que han demorado muchos años en hacer eclosión, se solucionan por el simple expediente de poner una papeleta en un sobre. El mismo pensamiento mágico de las elecciones habituales, trasladado a la democracia directa.
Dado el bajísimo nivel que tiene la campaña, no es extraño que sean los hooligans de ambas posiciones quienes llevan la voz cantante. Lo que sí es un poco más extraño es que incluso aquellas cabezas que uno tenía por pensantes hayan decidido meter la cabeza en el barro y sumarse a la salpicadera general. Nunca se dice bastante: los resultados de una discusión nunca son ajenos a los términos en que se expresa dicha discusión. Por eso resulta infantil por completo esa idea de “sí, estamos a las puteadas pero por lo menos estamos hablando de asunto”. Si metés naranjas por la parte de arriba del exprimidor, no podés esperar jugo de manzana en el vaso.
Puse “político” entre comillas porque tratar de político sin más este momento, es un error. Lo que vemos es la enésima batalla de la política institucional o, más precisamente y a pesar de las siglas en lidia, de la política partidaria. Claro, cuando se reduce la política a los partidos y sus apéndices de la sociedad civil, suele confundirse la parte con el todo. Por eso este instante es más “político” que político. Porque —una vez más, y van ¿cuántas?— la política oficial ha devorado la posibilidad de la charla común. Como si las partes pudieran representar cabalmente al todo.
Una de las principales diferencias entre la “política” y la política entonces, es que la primera es por lo general asunto de las corporaciones políticas y sus militancias. La segunda, en cambio, es asunto de toda la ciudadanía. Por eso conviene apuntar algunas de las distancias que existen entre el ciudadano militante partidario y el ciudadano votante. Distancias que no implican ser mejor o peor ni tampoco que unos sean más morales que otros, pero que hacen a la forma de entender y actuar en la “política” y en la política. Para el militante partidario, su causa suele estar por encima de un montón de otros asuntos, hasta el punto de estar dispuesto a tener una discusión encendida con gente a la que no conoce de nada pero a la que quiere convencer. El votante es, por lo general, alguien con una visión menos activa, menos implicada de la política partidaria. Ojo, el votante puede ser militante de alguna causa no política: puede apoyar activamente la lucha contra el cáncer. O creer que no deben existir los zoológicos, es decir, puede ser activo en causas que son políticas pero que no pertenecen a la “política” partidaria.
Una condición sine qua non para salir a convencer gente es la de poder ser convencido. Es decir, a menos que uno crea que tiene superpoderes que le dan una visión superior y suprema de las cosas (como las religiones, por ejemplo), se debe estar dispuesto a la posibilidad de ser convencido cuando se intenta convencer. Si esa simetría no existe es porque ya se está transitando el camino del autoritarismo o del dogma. Al mismo tiempo se debe entender que la valoración que uno hace de su causa no es compulsiva para el resto. Algunos coincidirán en nuestro elevado interés pero otros no. Y no es exigible a nadie coincidir con la agenda y los intereses de uno, no importa cuán seguro y firme se sienta uno en esos temas. Esto suele ser un problema para los militantes.
Obviamente, basta con mirar la campaña presente, esta regla de reciprocidad (convencer o ser convencido) no solo no se respeta, sino que las militancias partidarias promueven activamente lo contrario: se hace todo lo posible por expulsar del espacio común al adversario. Se lo hace de manera brutal, recurriendo al insulto, la mentira descarada y la agresión directa. Nos encontramos en pleno ejercicio de la democracia directa pero lo estamos haciendo en términos bélicos: el adversario es el enemigo, el rival es una bestia que debe desaparecer. Los militantes de uno y otro bando se pasean por las redes olfateando sangre, buscando un flanco en donde pegar. El argumentario, cuando alguien lo plantea, queda sepultado por el ruido.
Y ojo con intentar tomar distancia. Cada vez que alguien intenta mirar por encima del nivel del barro, las militancias de inmediato señalan al díscolo: ¿quién se piensa que es para pararse en ese pedestal? Si lo hace es porque está defendiendo la agenda opuesta a la mía. En ese sentido, el militante partidario no es muy distinto del nacionalista, que siempre se planta en la charla convencido de que todos, como él mismo, son nacionalistas de alguna clase. Al militante partidario le afecta el mismo tipo de sesgo: si alguien no está de acuerdo con mis términos o con mi posición en el debate, eso se debe a que está “operando” para el enemigo. Es decir, necesariamente todos los que no piensan como yo es porque militan la idea opuesta.
El problema que tiene esta forma de entender la realidad desde los partidos (y sus apéndices) es que jamás logra abarcar el total de visiones que existe sobre los asuntos que el país necesita enmendar. Como se dijo antes, Uruguay arrastra problemas endémicos en distintos rubros (educación, competitividad, mercado laboral, reforma del Estado, etc.) y hasta ahora las distintas agendas partidarias no han logrado resolverlos. En un país serio la pregunta que se haría el sistema político sería: “Che, ¿no será que para esos temas que necesitan laburo de fondo tenemos que buscar acuerdos de largo plazo entre todos aquellos que pueden gobernar?”. En Uruguay, en cambio, somos capaces de convertir cualquier posibilidad de diálogo en un ring destructivo en donde solo se escucha el ruido de los más rústicos.
De alguna forma, el escenario “político” presente tiene algo de realismo mágico mala onda, con dos bloques de gente enloquecida, puliendo sus insultos y descalificaciones, mientras los problemas reales siguen tan campantes allí afuera. Y los moderados, los que no se prenden fuego, la van llevando, soportando los embates de quienes los quieren arrimar a su ascua mientras al mismo tiempo los acusan de ser militantes del otro bando. Como frutilla de la torta garciamarquesca, por encima de todo flota esa convicción adolescente de que los temas de calado se solucionan diciendo sí o no a una ley. Qué país y qué momento “político” se perdió el más célebre de los escritores colombianos.