Retrocede 10 casilleros

Retrocede 10 casilleros

La columna de Mercedes Rosende

5 minutos Comentar

Nº 2136 - 19 al 25 de Agosto de 2021

Una calle desierta en Kabul, un hombre pinta una pared con un rodillo, tapa con pintura blanca la foto publicitaria de una novia sonriente en el frente de una peluquería. La imagen, ya de por sí poderosa, provoca un escalofrío, un déjà vu, y más cuando uno lee el texto que la acompaña: “Borrando a las mujeres del espacio público”. Porque si las mujeres, si los derechos de las mujeres han sido el botín de todas las guerras, la exitosa cruzada talibán tiene credenciales históricas para hacernos sospechar que esta no será una excepción.

El nuevo emirato islámico ya anunció el control del país, una victoria fulminante que se produce en medio de la retirada de las tropas estadounidenses y extranjeras después de casi 20 años de operaciones militares. Durante su último gobierno, de 1996 a 2001, había prohibido la educación y el trabajo para mujeres y niñas y restringido su acceso a la atención médica. Sin embargo, uno de sus portavoces, Mohammad Naeem, ha asegurado en una entrevista con la cadena Al Jazeera TV que los talibanes no quieren vivir aislados, y ha expresado su propósito de tener relaciones pacíficas con la comunidad internacional. Naeem, ante el planteo de la preocupación por los derechos de mujeres y minorías, señaló que los respetarán, dentro de la Sharia.

Suhail Shaheen, también portavoz por las ciudades y áreas provinciales más grandes de Afganistán, ya con Kabul y prácticamente todo el país bajo control de los insurgentes, dijo a la BBC en una entrevista televisiva en vivo que los militantes quieren una “transferencia pacífica del poder”. Presionado por la periodista respecto a la preocupación de que se imponga una estricta interpretación de la ley islámica, incluidas la reclusión de las mujeres y la prohibición de que las niñas vayan a la escuela, aseguró que podrían circular por las calles y estudiar, aunque cubiertas con la hijab. Hasta habló de formar un “gobierno inclusivo”, aunque frente a las preguntas sobre la composición de tribunales de Justicia y policía religiosa sus respuestas fueron vagas.

Además de su rechazo manifiesto por la cultura occidental y la democracia liberal, los talibanes tienen una larga historia de trato discriminatorio e inhumano hacia las mujeres: fueron obligadas a usar burka, tuvieron prohibido caminar por la calle sin un mahram o pariente (hombre, por supuesto), educarse, viajar en taxi, andar en bicicleta, usar tacos o hablar en voz alta en público, asomarse a los balcones, usar colores vistosos o practicar deportes. En el caso de que tuviera que asistir a un juicio, su testimonio valía la mitad que el de cualquier hombre. Padecieron la aplicación de la famosa ley de dos fallos: primero, la advertencia, segundo, el castigo (humillaciones públicas, prisión, palizas, latigazos). O víctimas de flagelaciones, lapidaciones y ahorcamientos en público si los mencionados tribunales de Justicia religiosa las declaraban adúlteras.

“Los talibanes no cambiaron. Ellos nos consideran como un botín de guerra. Así que donde van fuerzan a las mujeres a casarse y creo que esa es la peor venganza que tienen contra nosotras”, aseguró a la BBC Freshta Karim, fundadora y directora de la biblioteca móvil Charmaghz en Kabul y defensora de los derechos de la niñez. “Esta es la mayor guerra en contra de las mujeres en estos tiempos. Y por desgracia, el mundo la está mirando en silencio”, agregó.

Fawzia Koofi, negociadora y exdiputada afgana, una de las cuatro que negoció en Doha con los talibanes, dice saber que en muchos distritos han obligado a las mujeres a casarse con milicianos. “No sé qué me pasará a mí y no sé qué pasará con otras activistas por los derechos de las mujeres, con otras mujeres que están en Kabul”, se pregunta quien fue sobreviviente de varios intentos de asesinato. El 14 de agosto, el secretario general de las Naciones Unidas, Antonio Guterres, dijo que los derechos de las niñas y mujeres afganas estaban siendo “despojados” en áreas que los fundamentalistas ya habían tomado.

Sin embargo, las primeras declaraciones del mulá Abdul Ghani Baradarm, uno de los fundadores del grupo integrista, buscaron tranquilizar a la población: “Este es el momento de la prueba, se trata de cómo servimos y protegemos a nuestro pueblo. Y cómo aseguramos su futuro y la vida de Afganistán y sus ciudadanos, ahora rebautizado como Emirato Islámico”.

Sí, debemos reconocer que hay señales, palabras que prometen un liderazgo moderado, promesas en las que todos quisiéramos creer, o al menos concederles el beneficio de la duda. Pero la experiencia, que se construye con base en la historia y la memoria, es clara en lo relativo a su trato brutal y represivo contra la mujer. Podríamos pensar también que las que vienen son nuevas generaciones de talibanes, que la universalización del discurso sobre los derechos humanos ha hecho mella aun en los sectores más irreductiblemente religiosos, que una nación no podría vivir hoy en un aislamiento de economía pastoril. Y ojalá así sea, ojalá niñas y mujeres y minorías afganas no tengan que tragar la amarga pastilla de retroceder 10 casilleros en el tablero de los derechos adquiridos.