N° 1869 - 02 al 08 de Junio de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLuego de observar durante años la dramática realidad a través de la información policial y los juzgados penales uno suponía tener el cuero lo suficiente duro como para mirar la actividad delictiva con distancia profesional. Hasta que se rompe el molde.
Provoca estupor, dolor y miedo comprobar que detrás de cualquier esquina acechan bestias inmorales e insensibles. Primero fueron restos humanos de personas secuestradas, torturadas, asesinadas, desmembradas, incineradas y enterradas. La información la dio un testigo protegido. La policía creyó que pertenecían a Jorge Cotelo y Emiliano González, de 18 y 19 años, respectivamente, pero el deterioro de los huesos impidió identificarlos. En cambio identificaron los de Jorge Basualdo Novas, de 34 años, asesinado mediante el mismo proceso. Habían desaparecido hacía varios meses y tenían vínculos con el tráfico de drogas.
Según los testigos, no son hechos aislados y esa es una modalidad que desborda la historia delictiva tradicional, salvo por los salvajes antecedentes de la dictadura.
Imaginábamos que el país aún se mantenía fuera del circuito regional de crueldad, habitual en México, Brasil, Argentina y Venezuela, entre otras sociedades descompuestas. Grave error. La perversión estaba agazapada para sumarse a otras acciones de violencia pasadas y actuales como el simulado suicidio de Dayana Yeyé, de 22 años, colgada de un árbol con las manos atadas a la espalda en el barrio Maracaná, y la asonada en el barrio Marconi, un poder paralelo que lastima nuestra sobrevivencia.
El narcotráfico y el microtráfico de drogas han convertido en irreversibles los ajustes de cuentas y las luchas por el dominio territorial de la droga.
El hallazgo de los restos incinerados ocurrió en el barrio El Tobogán, detrás del estadio de Cerro. Allí y en otras zonas de la periferia los delincuentes están armados a guerra: revólveres, pistolas y rifles de asalto con los que enfrentan a la Policía, rapiñan y dirimen disputas internas.
Los testigos dicen que más personas tuvieron el mismo fin que los de El Tobogán. En el registro de personas ausentes del Ministerio del Interior hay 200 desaparecidos desde 2004. Nadie reclama ubicarlos. Por esos desaparecidos no hay marchas del silencio ni manifestaciones de organizaciones sociales. Son casos del presente, no de hace 40 años.
La violencia avanza y dentro de ese terrible marco asombra y desconcierta que haya algunos disfrazados de deportistas que contribuyen a la descomposición social.
Casi al mismo tiempo que aparecieron los restos calcinados surgió desde “la familia del fútbol” un aliento irresponsable a la violencia. La impulsó Peñarol a través de su presidente, Juan Pedro Damiani, tras la derrota por 4-1 frente a Wanderers. Todo por dos penales.
Peñarol no es el único. Todos los clubes transforman los sucesos deportivos en dramas griegos y montan escenografías acordes sin considerar (o tal vez sí) que azuzan a los fanáticos. Tiene razón el gremio de los árbitros cuando les atribuye esa responsabilidad.
Lo demuestran las pintadas tanto en la sede de la Asociación Uruguaya de Árbitros de Fútbol (Audaf): “Basta de robar a Peñarol. Hay balas para todos”, como la estampada en el frente de la AUF: “Si siguen robando, van a morir todos. Con Peñarol no (se metan)”. Balas y asesinatos, nada menos.
El subsecretario de Interior, Jorge Vázquez, pidió que presentaran denuncias para investigarlo. Extraño y sugestivo: la ley no lo exige. Los vándalos cometieron el delito de amenazas o el de violencia privada y los hechos son públicos y notorios. Jueces y fiscales también pueden intervenir de oficio, pero no. Probablemente los consideran hechos menores que no merecen la atención de la Justicia.
Aunque Peñarol condenó luego las pintadas, el punto de partida fueron sus reclamos con un tono socio político más propio de una guerra que de un deporte. Grandilocuentes, como si el futuro del país girara en torno al fútbol. Muchos nabos se lo creen. O lo justifican, que es peor.
Los dirigentes que alimentan esa fragua no provienen de los barrios periféricos ni son narcotraficantes. Muchos son universitarios capaces de conocer el alcance de sus actos y por ello con una responsabilidad mayor. Utilizan el fútbol para hacer una política de cuarta (para la otra no se atreven o fracasaron) y se transforman en fomentadores de conflictos. Buscan una notoriedad (fama, popularidad, trascendencia) que sin el fútbol no tendrían.
Un “ídolo” se sumó a ese juego. Por sus antecedentes deportivos y su condición de director de relaciones institucionales de Peñarol, Fernando Morena debería dar un ejemplo de sensatez. En cambio, insultó a los integrantes del Colegio de Árbitros.
Luego de un presunto segundo penal, uno de los delegados de Peñarol ante la AUF, el abogado Jorge Campomar, iracundo, golpeó los vidrios del palco. Lo calmó una advertencia del subsecretario Vázquez allí presente, informó “El País”.
Los antecedentes abundan. Por eso la AUF se dispone a establecer un código de conducta para ese recinto en el cual menudean insultos, gritos y desafíos personales. ¡Ah, machos!
Los fraudes, los sobornos y el lavado de dinero de la mafia de la FIFA y de sus organizaciones regionales (con el silencio cómplice de las asociaciones nacionales) no se gestaron solo por la impunidad; antes archivaron la moral y la dignidad.
Como en los barrios El Tobogán, Marconi y Maracaná, en la parte social del fútbol también se desvanecen esos valores.