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    Sancho Gracia

    Un cultor de la vida Hacía cuatro años que lo veíamos luchar con el cáncer. Con valentía, con ese desenfado que en Félix Sancho Gracia parecía ser una prolongación natural de esos personajes aventureros que tantas veces representó. Pese a todo, iba a festivales, participaba en debates, filmaba películas, andaba por las radios, lanzaba ideas. La última fue la de la serie sobre los próceres latinoamericanos. Detrás de ese gran proyecto estuvo su entusiasmo, su convicción para obtener apoyos, su búsqueda de actores y libretistas, su amor por nuestras patrias, por la aventura de la independencia, por nuestra hispanidad común, entendida —más que en clave de ruptura— en acorde y armonía.

    Nacido en España y formado en Uruguay, de la legendaria Margarita Xirgu recibió los secretos del arte escénico, en aquella generación monumental que encabezaron Guarnero y Candeau, Maruja Santullo y China Zorrilla. De allí su versatilidad, que le permitía revivir el teatro clásico español, con claridad de verbo y silabeo, tanto como subirse a un caballo, hacer de Curro Giménez o trabajar en un “spaghetti western” con Clint Eastwood. De Keenan Wynan recibió también una lección, que a su vez él había recibido de Humphrey Bogart y que gustaba de contar. Un cierto día tenía que entrar a un bar del Oeste a matar a un enemigo. Hizo una irrupción triunfal, volteando sillas y mesas y gritando su amenaza. El norteamericano lo llamó y le dijo: nada de eso, tú entras despacio, caminas lentamente, miras fijo al otro, a sus ojos, y con calma, palabra a palabra, le dices: “I’ll kill you”… Te mataré ....

    Le encantaba vivir, andar, hacer, hablar, cultivar la amistad, que felizmente disfrutamos por años. Hacía parte de varias tertulias en las que alternaba. La que más le gratificaba era la que regenteaba Javier Pradera, notable periodista de “El País” de Madrid, fallecido el año pasado. Era un ambiente felipista, más que socialista. Allí se soñaba y se discutía. Él en su tiempo había apoyado a Adolfo Suárez, cuando la transición, y luego se había hecho admirador de Felipe González, quien ahora acompañó largamente su velorio.

    Cultivaba la amistad, disfrutaba de ese vínculo. Fernando Fernán Gómez o Paco Rabal estaban siempre presentes en sus recuerdos, con historias juveniles y largas noches rodando por las calles. No pasaba por Montevideo sin venir a comer a casa, donde irrumpía con sus cuentos y algún amigo de su farándula. En España, en largas tenidas disfrutamos de sus historias, fuera en Madrid o en lo de Bebe Amézaga, en Colladillo, cálido refugio de otros uruguayos brillantes, como Leandro Silva Delgado, que plantó el jardín de esa bellísima casona rural.

    Su carrera fue larga y fecunda, sin pausas. Hizo de todo, teatro, cine, televisión… Supo de las mieles del aplauso y en más de un momento las ingratitudes del mercado. Nunca nada lo detuvo, sin embargo. A un traspié seguía un éxito y siempre entusiasmo y buena cara…

    No hace mucho había dicho públicamente: “No le tengo miedo a la muerte, lo que pasa es que quiero a la vida, lo que me gusta es estar, estar…”.

    En estos últimos años se había refugiado en el cariño de sus hijos y de Noelia, su mujer, a quien adoraba y a la que, a su modo, siempre le fue fiel. Como lo fue a sus amigos y a ese noble oficio de actor que tanto enriquece la vida.

    Julio María Sanguinetti