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    Sin consuelo

    Director Periodístico de Búsqueda

    Nº 2243 - 21 al 27 de Setiembre de 2023

    Hay cosas que en Uruguay no cambian. Cambian las generaciones, los gobiernos, las autoridades, los principales jerarcas de los tres poderes del Estado, los votantes, pero otros asuntos permanecen inamovibles, como si fueran acantilados de rocas al borde de un mar sereno, que solo los acaricia con su suave y monótono ir y venir.

    Esa previsibilidad tan uruguaya es una ventaja comparativa con respecto a la convulsionada región. Suele ser puesta de relieve por los inversores extranjeros que llegan aquí a hacer sus negocios. Las certezas jurídicas, el respeto de las reglas de juego y la continuidad en las grandes políticas macroeconómicas funcionan como una combinación muy seductora para los grandes capitales, a los que siempre les gusta pisar en tierra firme.

    Más allá de la orientación política de cada uno de los gobiernos, esos asuntos no se modifican. Desde la restauración democrática de 1985 hasta ahora han gobernado los tres principales partidos y ninguno de ellos hizo locuras en materia jurídica o económica. Bienvenido sea. Es absolutamente fundamental que dure porque, a la hora de la verdad, es eso lo que hace la diferencia.

    Pero hay otras cosas que tampoco cambian y que tienen el efecto contrario. Son costumbres muy arraigadas al sistema político que sobreviven a cualquier orientación ideológica que se haga cargo temporalmente del poder. Nunca están en duda ni son patrimonio de ninguna fracción en particular porque todos las usan. Y son contraproducentes porque la mayoría de la población las ve como prácticas condenables que causan desconfianza en los políticos.

    Son lo que más se acerca al concepto de “casta” que tantos réditos electorales le dio al candidato presidencial Javier Milei en Argentina. Privilegios con los que todavía cuentan los que se dedican a la actividad política que son desmedidos, fuera de la realidad. Salvatajes a los que ellos pueden abrazarse, que un ciudadano común no tiene y que funcionan como destructores de la imagen de todo el sistema.

    En Uruguay no hay ningún Milei. No hay nadie que esté juntando tanta cantidad de votos hablando mal de la “casta”. Aquí no hay lugar para ese tipo de discursos, dicen algunos analistas. Puede ser que no, por ahora. Basta con fortalecer esa “casta” local para que aparezcan. Algunos ya están asomando.

    Por eso, sería preferible eliminar cuanto antes algunos de esos beneficios, que son una especie de bomba de tiempo. En definitiva, podría ser tomado como una cuestión de supervivencia para los que realmente toman la actividad política como un medio para lograr una mejor calidad de vida de sus conciudadanos y que lo hacen con pasión. Puede que no sean demasiados los que cumplen con esas características pero sí los hay y es importante cuidarlos y que al final del día no terminen cayendo en la misma bolsa.

    Como señal política más trascendente, lo primero que habría que eliminar de forma total son los premios consuelo. En ellos está simbolizado gran parte de lo que está mal, de lo que muchos aborrecen de la política. A la sombra de ellos es que suelen surgir los outsiders, los que gritan “que se vayan todos”, los predicadores antisistema, esos que están tan de moda en algunos países.

    El episodio de Salto Grande, por ejemplo, ya pasó y parece haber quedado en una anécdota casi resuelta, pero el trasfondo está más vigente que nunca y trasciende al actual gobierno y al Partido Nacional. Que haya renunciado el anterior presidente de la Comisión Técnica Mixta (CTM) de Salto Grande, el nacionalista Carlos Albisu, no quiere decir que con él se hayan ido todos los problemas de excesos, clientelismo y beneficios que tienen los jerarcas de ese y de otros lugares similares, muchos de ellos políticos que no lograron los votos necesarios como para obtener un cargo electivo.

    Son los destinatarios del famoso premio consuelo: un lugar de jerarquía en la administración pública sin estar preparados para ejercerlo. Así se reparten históricamente, sin importar los partidos políticos que gobiernen, directorios de las empresas públicas, entes descentralizados y las comisiones mixtas internacionales. Hay excepciones, por supuesto, y muy buenas. En este y en los anteriores gobiernos. Pero el premio consuelo sigue existiendo.

    Y es como la punta del iceberg. Porque es allí justamente donde radica uno de los principales problemas de parte del sistema político: asumir al Estado como si fuera propio. Piensan que ganar las elecciones es también ganar el derecho a distribuir los espacios importantes a personas que no están preparadas para ocuparlos por el solo hecho de que colaboraron con algunos votos, dinero, o porque son de confianza.

    Eso es despreciar la importancia de la estructura estatal y menospreciar la inteligencia de los uruguayos, ellos incluidos. Porque en definitiva lo que les están dando para que administren es donde se están jugando su futuro éxito o fracaso. Es en la gestión de todos los resortes del Estado en donde un gobierno logra cumplir sus objetivos o los deja por el camino. Atribuir esa responsabilidad a los perdedores no parece ser lo más sensato.

    Y lo peor de todo es que a algunos no les importa. Lo ven como parte de las reglas de juego, que incluyen un reparto discrecional de los cargos luego de contados los votos. Es cierto que últimamente se trata de evitar en algunos casos que se ponga a gestionar a personas que son solo junta votos o aportantes económicos de las campañas electorales pero que saben muy poco de administración pública. Pero lo ocurrido en la Comisión Técnica Mixta de Salto Grande es un ejemplo que va en sentido contrario y está muy lejos de ser el único.

    Quizá una buena forma de cambiar la pisada y generar una mayor credibilidad en el sistema político es independizar la administración de los entes autónomos y los servicios descentralizados del reparto político-electoral. Que por ley, por decreto o por lo que sea se suprima el premio consuelo. Cortarlo de raíz. No dejar espacio para que pueda aplicarse.

    Esa decisión puede derivar en dos fases que sirvan para otorgarle más salud a la democracia. La primera es que las empresas públicas ya no sean usadas como trampolín electoral, recurriendo a los recursos de todos los ciudadanos como forma de levantar futuros candidatos y priorizando a las personas y los partidos políticos sobre la mejora de la gestión y los resultados concretos.

    La segunda es que una profesionalización en la administración pública sirva como una inyección de credibilidad para todo el sistema político y sea el mejor antídoto para mantener débiles a los que despotrican contra la casta solo con el objetivo de instalar regímenes populistas o autoritarios y mesiánicos.

    Los demócratas, todavía una amplia mayoría, quedaríamos muy agradecidos.