N° 2060 - 20 al 26 de Febrero de 2020
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEn la película Todos los hombres del presidente, sobre el caso Watergate que terminó con la renuncia del presidente de Estados Unidos, Richard Nixon, Dustin Hoffman (interpretando al periodista del Washington Post Carl Bernstein), le dice a un entrevistado que él es republicano, ante lo cual Robert Redford (en el papel de Bob Woodward) lo mira extrañado. Se sabe que Bernstein era un declarado demócrata, mientras que Woodward era republicano. Se sabe su filiación partidaria y son dos leyendas vivientes del periodismo. Así es en el mundo desarrollado: es obvio que los periodistas a alguien votan, sin que por ello se vea afectada su labor profesional.
En estos días he oído y leído a gente preocupada porque los comunicadores que se pasaron a la política pueden afectar la imagen del periodismo local, una imagen que ya está bastante cascoteada, según lo veo. ¿Pero por qué?
¿No será que la calidad del periodismo está afectada porque ni los propios periodistas se preocupan por cuidar su trabajo cuando recogen informaciones conseguidas con el esfuerzo de otro trabajador de la comunicación y el que la replica no tiene el mínimo pudor de atribuir de dónde sacó ese dato? ¿No será que incluso cuando lo hace apela a la viveza de citarlo en el quinto párrafo por si pasa inadvertido?
¿No será que la imagen del periodismo local se ve afectada porque cuando un medio se equivoca en vez de reconocerlo abiertamente o no lo hace o lo hace justificándose? Soy de los que creo que a veces la credibilidad radica más en reconocer un error que en acertar.
¿No será que hemos caído en la trampa de darle a la credibilidad una importancia que con el tiempo ha decaído?
Fíjense en esta paradoja: si un periodista con décadas de experiencia en un tema llega a la íntima convicción de que un ministro, en un momento determinado, porque nadie es el mejor todo el tiempo, está haciendo bien las cosas y lo dice públicamente, aunque la mayoría de los ciudadanos piensa lo contrario, esa mayoría lo tilda de alcahuete, de mandadero, etc., etc. En cambio, si ese periodista, a pesar de pensar lo que piensa, viendo hacia dónde sopla el viento de la opinión pública, dice lo contrario a lo que cree y afirma que ese ministro es un desastre, entonces la tribuna lo aplaude. O sea, si el periodista es consecuente con lo que piensa, es un alcahuete, pero si se miente a sí mismo y al resto, aplausos. Parece que el público prefiere el fraude si el fraude coincide con su pensamiento, a la honestidad si esta va contra sus ideas. Pensemos a cuántos mentirosos habremos aplaudido con este criterio y en lo fácil que es engañar a la tribuna. Así, la credibilidad es una papa, basta con percibir hacia dónde sopla el viento y sumarse a la mayoría. Al poder captar con rapidez los aplausos y las críticas a través de las redes sociales, el concepto de credibilidad se ha prostituido. Los periodistas no deberían perseguir el cariño del público, eso es para los políticos. ¿No nos quieren? Allí tienen el control remoto.
¿No será que impactó negativamente en el periodismo el hecho de que el tema de la inseguridad se convirtió en el de mayor preocupación para la gente y el periodismo que cubre ese asunto adolece de los principios básicos que debe tener la información de calidad?
Este tema encierra además una peligrosa trampa para el periodismo. En general, cuando se enfrentan a este asunto las sociedades deben optar por sacrificar porciones de libertad en aras de la seguridad. Y el periodismo necesita de la libertad para ser ejercido plenamente. Caemos sin quererlo en ese tonto e ignorante razonamiento de “si no está en nada malo no debería preocuparte que…”. No estoy en nada malo, pero sí, me preocupa, porque las rejas son rejas, y no solo para los delincuentes. Pero este es un asunto que merecería una columna en sí mismo.
A mi juicio, la crónica roja estaba en el fondo del tarro en calidad hasta que algunos colegas empezaron a ensayar el llamado periodismo de periodistas, y la hicieron peor. Hay quienes creen que alcanza con considerar justo incluir en la agenda informativa a los medios de comunicación, y es justo, pero para que además sea franco hay que actuar con los colegas con los mismos criterios que con otros actores de la información. Cuando un periodista radial informa sobre un colega que incluso es competencia en el mismo horario, ¿le da la chance de llamarlo y que su voz salga por esa otra emisora competidora? Vade retro. No lo he visto. En realidad, el periodismo de periodistas se ha usado para cobrarse cuentas personales, para destilar el veneno que algunas tribus tienen con otras, y no para hacer más rigurosa la profesión.
Todas estas son cuestiones que tienen que ver con la ética, y que a medida que pasan los años he llegado a la conclusión de que son tantas las situaciones a las que un periodista se puede enfrentar que la única forma de contemplarlas a todas es haciéndolo bajo el paraguas de la honradez.
Uno se puede equivocar, pero si lo hace desde la honradez será solo un error.
Pero a las cuestiones que tienen que ver con la ética y que afectan a una profesión que tiene un escaso reconocimiento social se suma la calidad.
Ese es un terreno complejo a la hora de abrir juicios. Por experiencia personal, trato de ser cuidadoso al cuestionar a un colega cuando, según un sondeo del gremio de periodistas, la mitad de sus integrantes tienen multiempleo.
Ese multiempleo ¿significa que trabajan en una radio y en un diario? Cuando menciono mi experiencia personal es porque cuando comencé con el periodismo, antes de ir al Palacio Legislativo, donde ejercía como cronista parlamentario de un semanario, dejaba atrás el camión que había manejado por ocho horas cargando bolsas de yerba de 30 kilos, y el primer día de trabajo como comunicador fui al palacio de mármol luciendo franciscanas porque me parecía más digno mostrar los dedos en unas zapatillas que en unos mocasines.
¿Cuántos periodistas a los que juzgamos por la calidad de su trabajo cuentan las monedas para el boleto? Es muy fácil pontificar desde el atalaya.
Pero ojo, hay veces que uno siente que sí, que tiene derecho a subirse a donde sea para juzgar actitudes.
¿Preocupados por cómo impacta en la imagen del periodismo que algunos colegas se hayan dedicado a la política? ¿Y qué decir de quienes se atribuyen ser periodistas y son en realidad operadores políticos y, para peor, ñoquis que piden cortar el gasto público cuando su sueldo se lo pagamos todos por una tarea muy distinta para la que fueron contratados? No sé usted, pero yo prefiero que me digan alcahuete, que es un juicio de valor, que ñoqui, que es un dato de la realidad.
Por todo esto es que creo que ese paso dado por algunos comunicadores que se involucraron en la política partidaria hay que mirarlo con detenimiento. ¿No será un acto de honestidad de esos que en vez de aplaudir abucheamos como hacemos con el periodista que nos dice lo que no nos gusta escuchar? ¿No es un acto arriesgado el dedicarse al servicio público sin saber si será tan fácil el retorno al periodismo en un país donde la ignorancia sobre el papel del periodista es tal que se sigue oyendo la palabra objetividad para referirse a una de las profesiones más subjetivas del mundo? ¿No será que antes, mucho antes, de preocuparnos por cómo nos afecta la actitud de quienes abandonaron el clan deberíamos mirar con más atención cómo y qué hacen quienes aún están en él o, lo que es peor, quienes se dicen periodistas cuando solo son quinta columnas en el que alguien definió como el mejor oficio del mundo?