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    Talleyrand en la historia

    Columnista de Búsqueda

    N° 1953 - 18 al 24 de Enero de 2018

    , regenerado3

    De sí mismo ha dicho Talleyrand que era un poeta, autor de una trilogía en tres dinastías. Acto primero: el Imperio de Bonaparte; Acto segundo: la restauración de la casa de los Borbones; Acto tercero: el triunfo de la casa de Orléans. En verdad fue modesto, porque a la hora de exhibir creaciones en los dominios de la producción histórica no se deben omitir sus acciones en defensa de los fueros del clero en los frustrados Estados Generales, antes de la Revolución; su amistad y decisivo concurso con Barras y todos los hombres fuertes de la Reacción termidoriana; su habilidad y oportunas jugadas en la concepción y preparación del golpe del 18 Brumario. Es cierto, además, lo que admite como sus blasones mayores: haber estimulado la ambición de Napoleón; después traicionarlo oportunamente y convencer en Viena a los vencedores de Francia que el hermano de Luis XVI tendría que ocupar el trono ipso facto apenas ocurrió lo de Waterloo; y luego, ya en el colmo del zarandeo y de la puntada genial, conspirar para que Carlos X abandone el trono y se favorezca la llegada del rey de las barricadas, Luis Felipe de Orleáns.

    En descargo de la Providencia, que tanto mimó a este impar representante del arte de la seducción y de la mentira, hay que admitir que a su privilegiada generación, Francia ofreció innúmeras ocasiones para el despliegue de los más variados vicios, de audacias ilimitadas, de talentos memorables. La simple enumeración de hechos es suficiente para que el lector comprenda y hasta tal vez pueda envidiar, si cabe el verbo, la miscelánea profusión de fenómenos que tuvieron lugar en apenas 40 años en un solo país: asunción del nuevo rey (Luis XVI) y de una reina despectiva y orgullosamente austríaca que nunca tuvo simpatía o respeto por el pueblo francés (María Antonieta); participación en la guerra de independencia americana (1776); consecuencia de esto último, una crisis económica al principio lenta y mal tratada, y más tarde profunda y desbocada, que será base de gran descontento popular, de amenazas al poder real, de conspiraciones en el seno de la corte; llamado a los Estados Generales, una acción infeliz que avivó el desencuentro de la sociedad; conformación del tercer Estado en Asamblea Nacional, luego en Asamblea Constituyente; cogobierno entre la Asamblea y el rey; huida, captura, juicio, condena y ejecución del rey; invasión de tropas realistas extranjeras al territorio francés; nueva constitución; gobierno de Robespierre; Reacción termidoriana; gobierno del Directorio; golpe del 18 Brumario; consulado excelente de Napoleón; asesinato del duque de Enghien (1804), perversión de Napoleón e inicio del imperio; plenitud del imperio; caída ruinosa de Napoleón; Congreso de Viena y partición de Francia (1815); restauración de la unidad territorial francesa; entronización de Luis XVIII; reinado del ultramonárquico Carlos X (1825); sublevaciones burguesas, nobles y populares que esperanzadamente llevan al poder a Luis Felipe de Orleáns.

    Se puede decir que alguien como Talleyrand, nacido a mediados del siglo XVIII y con alguna fortuna de salud, excelentes atributos de cortesía y persuasión, con un extraordinario don de ubicuidad y un poco de suerte para esquivar los filosos cuchillos de la política, vivió literalmente en la cresta de la historia. No hay, de hecho, ningún otro personaje —salvo su congénere Fouché, que parecía inmortal y resultó invencible pese a todas las oscuras maldades que adornaron su alma vil y despiadada— que pueda exhibir tanto protagonismo e influencia en tantas fases dramáticas, decisivas y en cierto modo admirables de la historia moderna.

    Retengo las palabras de Chateaubriand, en sus Memorias de ultratumba, que reflejan la indignación admirada del moralista ante el espectáculo craso de la increíble supervivencia de Tallyerand a finales de la década de 1820: “Fui a ver a Su Majestad: tras ser conducido a una de las habitaciones que precedían a la del rey, no encontré a nadie; me senté en un rincón y esperé. De repente se abre una puerta: entra silenciosamente el vicio apoyado en el brazo del crimen, monsieur de Talleyrand caminaba sostenido por monsieur Fouché: la visión infernal pasa lentamente por delante de mí; el fiel regicida, de hinojos, puso las manos que hicieron rodar la cabeza de Luis XVI entre las manos del hermano del rey mártir; el obispo apóstata hizo de garante del juramento”.