Tan evidente que no tiene ciencia

Tan evidente que no tiene ciencia

La columna de Gabriel Pereyra

6 minutos Comentar

Nº 2208 - 12 al 18 de Enero de 2023

Italia no produce café, pero sus expresos figuran entre los mejores del mundo. Suiza no produce cacao, se lo compra a Costa de Marfil, Nigeria y otras naciones subdesarrolladas, pero los suizos han hecho del chocolate una señal de identidad nacional ante el mundo. Italia y Suiza no producen café ni cacao, pero tienen conocimiento. Italia invierte un 1,3% de su Producto Bruto Interno (PBI) en investigación y desarrollo (I+D), y Suiza un 3%. Uruguay invierte un 0,4% y no supera esa cifra desde hace décadas.

No es que Italia y Suiza puedan invertir más en investigación porque son más ricos que Uruguay; son más ricos que Uruguay, entre otras cosas, porque invierten más en I+D.

“Si en un país hay pobreza, no se puede dar el lujo de no invertir más en I+D”, dijo hace un tiempo un investigador argentino y es lo que vienen repitiendo los científicos uruguayos desde hace décadas, predicando en el desierto y antes de irse al exterior hacia naciones que han comprendido el valor de esta ecuación.

“La falta de inversión en investigación y desarrollo en cualquier país se traduce en dependencia tecnológica, bajos salarios, desempleo, altos niveles de pobreza, migración forzada y delincuencia”, sostiene el científico mexicano Alfredo Sandoval Villalbazo.

La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (Unesco) ha promovido que los países deberían invertir al menos el 1% de su PBI en I+D, pero menos del 30% de las naciones cumplen con esto.

El promedio mundial es de 1,8% y el de América Latina, 0,7%. El de Uruguay, 0,4%, es similar al promedio de los países del África subsahariana.

En Uruguay, el 88% de la inversión en I+D la hace el sector público, mientras que en Estados Unidos es a la inversa: el Estado contribuye con el 20% (Alemania, con el 30%) y es el sector privado el que realiza la mayor inversión, porque sabe que tendrá un retorno.

Uruguay tiene 686 científicos por cada millón de habitantes y solo 1% trabaja en el sector privado. Estados Unidos tiene 4.400 por cada millón de habitantes y 71% trabaja para privados.

Por eso allí las compañías son innovadoras y tiran del carro del desarrollo. No esperan que sea el Estado el que lo haga.

Pero en naciones como las nuestras, para lograr esos niveles de dedicación de su gente a la ciencia y obtener esos grados de participación privada, se requiere que el Estado mantenga la inversión en I+D durante 15 años en al menos 1% del PBI.

Quizás la comunidad científica haya sido en parte responsable de la notoria incomprensión de cuán vinculada está con la realidad cotidiana la investigación científica. Cada vez es menos frecuente, por suerte, el debate y la pulseada entre la llamada ciencia básica, aquella que muchas veces no pasa de tener como objetivo la concreción de un paper que le da a su creador prestigio académico, y la ciencia aplicada, la que tiene un uso concreto en la realidad.

“La ciencia genera conocimiento y mal aplicado puede ser muy perverso, pero para controlar eso están la sociedad y los políticos. La ciencia básica y aplicada es una falacia absoluta, hay ciencia bien hecha y ciencia mal hecha”, dijo el científico español Ramón Vidal.

En declaraciones realizadas tiempo atrás al portal 180, la investigadora uruguaya Diana Bonilla puso como ejemplo lo que le ocurrió al investigador estadounidense James Allison, quien se dedicó durante décadas al estudio de las células T del sistema inmune, “que cuidan al cuerpo pero no logran combatir a las células cancerígenas. (…) A partir de entonces, Allison enfocó su trabajo en la inmunoterapia, un tipo de tratamiento contra el cáncer que busca la activación del propio sistema inmune del individuo y que le permite alcanzar la destrucción de las células cancerígenas”. Y así ganó el Nobel de Medicina, nada menos que con una terapia contra el cáncer. “¿Allison hacía ciencia básica o aplicada?”, se preguntó Bonilla, y agregó que su Nobel “es una muestra de cómo se encuentran las ciencias básicas con un problema de salud y logran encontrar alternativas de tratamiento”.

Según un estudio del economista Carlos Bianchi, Uruguay entre 2007 y 2019 contó con más de 200 instrumentos de apoyo a la investigación, de los que 30% fue aplicado solo una vez, “dato que ilustra el proceso experimental y de construcción de política pública” que vivió en estos años.

Un ejemplo doloroso de la falta de visión que hubo en el país sobre la importancia de formar para la investigación y el desarrollo es lo que les está pasando a las industrias tecnológicas y del software. En un país con altísimos niveles de desempleo juvenil, este sector de la industria se ha perdido de vender más por falta de mano de obra, en un área donde hace años existe pleno empleo. Allí sí tuvieron que ser las propias empresas las que tomaron la sartén por el mango y se dedicaron a darles a sus empleados la formación que el Estado, por falta de cupos a veces o por programas atrasados otras, no les dio. Ahora, gracias al empuje del sector privado, están habiendo acciones conjuntas con el Estado para seguir creciendo en este sector del conocimiento.

La pandemia del Covid le dio al poder político una gran oportunidad para, ya fuese por convicción o por demagogia, quitarles presupuesto a algunos sectores y volcarlos a la ciencia.

Tenían a la población “entonada”, dispuesta a ver una acción política decidida en favor de la ciencia, ya que los votantes estaban atemorizados y aplaudiendo a los científicos que les hacían frente al mal. Pero la pandemia pasó. Los gobernantes ya no se sacan fotos ni se mezclan con los científicos, que regresaron al silencio de los laboratorios. Y la gente, ya sin miedo ni tapabocas, volvió a su vida cotidiana, inmersa en una cultura que, ya sea en el celular que usa, en el vehículo en el que anda y hasta en la comida que come, la ciencia está tan a la vista que es la mejor manera de no verla ni valorarla.