Nº 2135 - 12 al 18 de Agosto de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáSegún Santo Tomás de Aquino la ley divina se convierte en ley natural en el corazón del hombre. Esa ley natural debe impregnar la ley positiva para que esta sea honesta y justa. Muchas de las constituciones modernas contienen una definición de valores, una base ética y moral de la que derivan las leyes que la integran. Entre estos valores está la defensa de la vida, la defensa de la libertad, de la propiedad como atributos principales de la persona. Estos elementos doctrinarios actúan como postulados de las leyes positivas. Bajo tal mirada la ley positiva viene a ser una mediación entre las leyes divinas o naturales y la comunidad sobre la que recae el mandato de esa ley.
Por contraste con esa linealidad que tiene en su base el derecho natural tenemos lo que Hannah Arendt ha denominado la ley del movimiento, que es propia de la lógica totalitaria y que está en conexión con lo cósmico y que pretende derivar su legitimidad del propio accionar de la historia. Por esa razón puede ejecutarse sin necesidad de que se conozca, se promulgue y legitime, porque su legitimidad está en su origen, es primordial y desde ese origen no necesita explicarle nada a nadie, pues nadie tiene derecho a cuestionar su necesidad, su verdad.
Veamos en detalle lo que busco significar. El mandato divino recibido en el Sinaí que dice “No matarás” se refleja en el rechazo a priori de ultimar a un semejante; es natural sentir repugnancia hacia el asesinato. La ley viene a anticiparse a la eventualidad de que sin embargo el homicidio ocurra y por ello establece un castigo. La ley, en este sentido, cumple una función disuasiva mediante la amenaza de la consecuencia, que es la pena. Tal es sustantivamente la función de la ley positiva. En el totalitarismo existe una ley penal que impone como castigo la decapitación o la horca; el problema es que al no haber ninguna garantía jurídica de autonomía y transparencia no se sabe cuándo se cumple o se viola esa ley, puesto que el terror impone a toda hora la fuerza imparcialmente sobre la masa, sobre el universo. No se compara esto con la transparente funcionalidad de la norma jurídica que se aplica sobre la conducta de una persona. Por eso dice Arendt: “De la misma manera que las leyes positivas, aunque definen transgresiones son independientes de ellas, la ausencia de delitos en cualquier sociedad no torna superflua las leyes sino que, al contrario, significa su más perfecta dominación, así el terror en el gobierno totalitario ha dejado de ser un simple medio para la supresión de la oposición, aunque también es utilizado para semejante fin. El terror se convierte en total cuando se torna independiente de toda oposición; domina de forma suprema cuando ya nadie se alza en su camino” (pág. 372).
Así como la legalidad es la esencia del gobierno jurídico y la ilegalidad es la esencia del gobierno tiránico, esto es, del capricho del psicópata de turno, el terror es el lenguaje propio y excelente del totalitarismo. De modo que si para mayor comprensión queremos reducir la explicación a términos taxonómicos podríamos fijar el siguiente orden: los gobiernos del consenso jurídico derivan su legitimidad del sistema normativo que define al Estado de derecho. Los gobiernos tiránicos actúan con prescindencia de las leyes de forma personalísima y arbitraria y llegan a violar sin inmutarse las normas de su propio régimen, tales son los casos memorables de Calígula o de Nerón, ambos buenos reformadores que en un momento enloquecieron y convirtieron la locura en ley provisoria pronta para ser violada por nuevas y peores locuras. El totalitarismo no es así; no hay nada improvisado, impensado, sino regular y continuo; se trata del terror, el miedo profundo y constante que se logra instalar en todas las capas de la consciencia del individuo, y aun en la inconsciencia. El terror es el lenguaje propio de la legitimidad de las leyes cósmicas, de las leyes históricas, porque no necesita ninguna mediación. La historia se impone por sí misma y por eso tiene esa prepotencia. El tirano viola las normas sin ningún escrúpulo, aunque no viola todas las leyes todo el tiempo; no es ningún mensajero de ninguna premisa. En cambio el terror es sí la materialización de la ley cósmica, de la sagrada teoría del totalitarismo: la suprema legitimidad es el terror, que la hace posible y la sustenta, que la explica todo el tiempo.