Nº 2146 - 26 de Octubre al 1 de Noviembre de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáPermítanme nuestros consecuentes lectores, la licencia de evadirnos de lo que acontece (o está por acontecer en los días venideros), más en especial cuando el próximo domingo se verán las caras aurinegros y tricolores, en un Clásico que —como tantas veces— puede resultar decisivo para la definición del actual torneo y de la Tabla Anual.
Es que nos parece oportuno evocar dos acontecimientos de singular relevancia, que tuvieron como excluyentes protagonistas a nuestros dos equipos grandes, y que —con estricta justicia— han quedado incorporados a la mejor historia del fútbol uruguayo. Obviamente, cada uno de ellos merecería un análisis separado, pues tuvieron en su momento una enorme repercusión (incluso fuera de fronteras). Pero si hemos decidido hacerlo en forma conjunta es porque ambos ocurrieron en una misma fecha (obviamente la indicada en el título de esta columna), aunque separadas entre sí por unos cuantos años.
La primera data del lejano 1966, y es la conquista por Peñarol de su primera Copa Intercontinental; la segunda, en tanto, refiere a la obtención por Nacional de la Copa Libertadores de América en 1988, que el destino ha querido que haya sido, a la postre, la última que ha podido ganar un club uruguayo.
Los hinchas aurinegros (especialmente aquellos que ya “peinan canas”) deben tener grabadas a fuego las épicas finales de la Copa Libertadores de aquel año ante River argentino. Con una ajustada victoria inicial como local por 1 a 0, y luego la accidentada revancha en Buenos Aires, con victoria del dueño de casa por 3 goles a 2 (la que, anecdóticamente, pudimos ver desde el mismo campo de juego, en nuestra primera salida al exterior, integrando el equipo periodístico del legendario Carlos Solé). Y, por supuesto, la decisiva e inolvidable finalísima en Santiago de Chile, cuando Peñarol dio vuelta un partido que parecía perdido, para conseguir, tras un alargue, el categórico 4 a 2 final, que le permitiera obtener nuevamente el título de mejor del continente, y acceder así a la definición que hoy queremos evocar; nada menos que ante el sempiterno dominador del fútbol europeo por aquellos años: el famoso Real de Madrid (que era el nombre con el que por entonces se le conocía).
Cabe recordar que ambos rivales ya se habían enfrentado en una instancia similar en el año 1960. Peñarol como ganador de la primera edición de la Copa Libertadores y el equipo español como sempiterno campeón de la Copa Europea de Campeones (había ganado las cinco primeras ediciones de este torneo). Tras un empate con el tanteador cerrado en Montevideo, la revancha en Chamartin (el antiguo nombre del hoy Santiago Bernabeu) concluyó con una categórica goleada por 5 a 1, en favor del dueño de casa. Era pues la oportunidad para tentar la revancha de aquel fatídico partido (solo repetían Spencer y Goncálvez en Peñarol y el legendario Gento en el Real). Y esta vez Peñarol pudo conseguir lo que tanto buscaba. Ganó su partido como local por 2 goles a 0. El primero de Spencer casi al final del primer tiempo, anotando el mismo notable futbolista ecuatoriano el segundo, cuando expiraba el segundo tiempo. A pesar del duro resultado adverso, los españoles daban por seguro que habrían de ganar la revancha como local; e incluso ya especulaban con la fecha y el escenario en un país neutral, en que habría de jugarse el desempate. Sin embargo, en la noche madrileña del 26 de octubre de 1966 (media tarde en Uruguay), un descollante Peñarol se adueñó de la iniciativa ya desde los primeros minutos de juego y creó varias situaciones de gol (hubo incluso uno de Spencer, mal anulado por el juez italiano), hasta que ya sobre la media hora, una jugada individual de antología, iniciada por Pedro Rocha en la mitad de la cancha, fue cortada ilícitamente dentro del área rival, siendo el mismo salteño quien se encargó de ejecutar con maestría el correspondiente penal. Y unos pocos minutos después, el notable futbolista ecuatoriano arrancó con pelota dominada apenas pasada la mitad de la cancha, a la entrada del área rival combinó con el peruano Joya, y definió luego impecablemente para marcar un segundo gol, que liquidó anticipadamente el pleito. Le llegó finalmente a Peñarol la revancha largamente esperada y su primera Copa Intercontinental, ante el elogio amplio y unánime de la sorprendida prensa deportiva del Viejo Continente.
Unos cuantos años después, también en un 26 de octubre pero del año 1988, le tocaría a su rival de todas las horas, la oportunidad de un triunfo histórico y por siempre recordado. Aunque Nacional ya había obtenido previamente dos Copas Libertadores, la edición de ese año había tenido ribetes muy especiales. Así los hinchas tricolores recordarán por siempre el agónico empate de De Lima, como visitante ante América de Cali (había sido victoria tricolor en la primera semifinal en el Centenario), que le permitió a su equipo, por entonces dirigido por Roberto Fleitas, acceder a la final frente a Newell’s Old Boys de Rosario. Iniciando esta instancia definitoria, el equipo argentino había ganado su partido como local por un escueto 1 a 0, que le dejaba abierta a Nacional la posibilidad de quedarse con la revancha, a jugarse pocos días después como local. Esa cálida noche el Estadio Centenario, rebosante de expectantes y confiados parciales tricolores, disfrutó de una verdadera lección de fútbol. Con un gol de Ernesto Vargas, ya a los pocos minutos de juego, Nacional ganó en confianza y se ubicó en un plano de neto dominio frente al equipo visitante. Poco antes del descanso, el Vasco Ostolaza anotó el segundo con excelente golpe de cabeza, luego de un córner ejecutado por William Castro, y el partido ya se encaminó en favor del dueño de casa. El período final casi como que sobró, dada la superioridad de Nacional. Pero aún hubo tiempo para que el capitán Hugo De León, de tiro penal, pusiera un rotundo 3 a 0, indicativo del muy marcado desnivel entre los dos equipos. Sin embargo, la extraña reglamentación que regía en esa época, determinó que seguidamente debiera jugarse un alargue definitorio de 30 minutos, al haber ganado cada equipo su partido de local. Pero era tanta la superioridad del dueño de casa, que esa media hora transcurrió sin mayores variantes, entre la lógica y anticipada algarabía de la parcialidad local. En lo personal, siempre consideré que esta victoria que hoy recordamos fue producto de una de las imposiciones más categóricas de un equipo uruguayo por Copa Libertadores. Y es altamente preocupante que, con posterioridad, ningún equipo uruguayo haya podido obtener ese lauro continental, algo que en cambio ocurriera con llamativa frecuencia a lo largo del siglo pasado. Y, lamentablemente, tenemos la impresión que no existen mayores indicios de que ello vaya a cambiar.