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Gonzalo Tamayo es un creyente. Cree que debe matar una parte de él, la que se encuentra en los registros de las actas bautismales de la Iglesia Católica, para que pueda, de una vez, nacer esa otra que todavía no terminó de formarse. El nuevo Tamayo quiere eliminar al viejo Tamayo. Que no queden rastros de aquel. Este gladiador desaliñado, que come pipas frente a la puerta de la parroquia, inicia una odisea simbólica cuyo fin no es salvar al mundo, ni siquiera a un reino, un país o una comarca: Tamayo emprende un viaje y declara una guerra para salvarse él. A los treinta y pico, Gonza, como lo llaman los demás, ha caído en cuenta de que tiene una sola vida para vivir, y quiere que esa vida empiece sin mácula. Para hacerlo, piensa, debe apostatar. Lo suyo, podría decirse, es un acto de fe. Algo tiene que morir para que la vida emerja.
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La película del uruguayo Federico Veiroj se estrenó en Uruguay tras su paso por importantes muestras internacionales, entre ellas la edición 63ª del Festival de Cine de San Sebastián, donde recibió el Premio de la Crítica otorgado por la Federación Internacional de la Prensa Cinematográfica (Fipresci) y fue distinguida con una mención del jurado oficial. Comparte, con sus filmes anteriores, el retrato de seres con cierta ingenuidad y sensibilidad infantil enmarcados en una fábula de iniciación.
Acné, su primer largo, es un cuento de tono contenido, espejo del estado de ánimo de su protagonista, un inseguro chico de 13 con una existencia prácticamente posmasturbatoria, ya casi derrotado en el camino por llegar a la experiencia real de un beso. Fue ampliamente elogiada su segunda obra, La vida útil, sobre un empleado de una cinemateca enfrentado al inminente cierre de la institución. Se la elogió por ser algo así como un canto de amor al cine y a la cinefilia, cuando la película expone precisamente que la vida es lo que acontece fuera de las salas de cine.
El apóstata transcurre en Madrid, su elenco es enteramente español. La historia se inspira en episodios de la vida de Álvaro Ogalla, protagonista, coguionista y amigo del director. Veiroj ha relatado que se interesó por la intención de Ogalla de apostatar, por los trámites correspondientes para hacerlo y por el simbolismo que las acciones encierran. El hombre renace espiritualmente entrando y saliendo a una iglesia; antiguamente, para apostatar, quien lo hacía se retiraba caminando de espaldas, mirando al altar. La carga simbólica es importante. Había una historia ahí. Decidieron convertirla en ficción—se sumaron dos guionistas. Y cuando delinearon el personaje, Tamayo, un treintañero emocionalmente estancado, con una relación fluctuante y más o menos sentimental con su prima (Marta Larralde), un hombre todavía estudiante de Filosofía que se gana la vida dando clases particulares a Antonio, hijo de su vecina (Bárbara Lennie), con la que también tiene onda, optaron por que el intérprete fuera el mismo Ogalla, aunque no tuviera formación actoral. Teniendo en cuenta que Tamayo está la mayor parte del tiempo frente a cámara, fue una decisión bastante arriesgada. Y no sale del todo bien. Es verdad que tiene una mirada bondadosa e ingenua que calza con el personaje pero es algo que funciona de a ratos, no se prolonga durante toda la película y afecta al conjunto, que de por sí es desparejo.
La historia se cuenta por medio de cartas que el personaje le escribe a un amigo. Gonza no es un narrador del todo confiable. Lo dice él: desde que tomó la decisión de apostatar, siente que se han desarrollado situaciones imposibles de gobernar. Pilar, su prima, con la que tiene esa semifurtiva e intermitente relación amorosa, cae de visita por su casa, y es solo una de esas tantas circunstancias. Si se confía en su relato, Tamayo es irresistible: en lo que dura el filme, las mujeres que interactúan con él —las que no son familiares directas— quieren aparearse con él. De a poco se suman escenas surrealistas, otras, generadas desde los sueños o las pesadillas de Tamayo, cuotas de humor —el monaguillo y su voto de silencio—, que pasan de lo elevado a lo trivial sin escala. Como cuando le dice al obispo: “¿Por qué si Dios los ha mandado a ustedes ser pobres han terminado haciéndose ricos?”. Uno se pregunta si este tipo tiene la edad que tiene y estudia Filosofía. O si tiene amigos.
Más allá de esto, en tiempos en que es habitual parecerse a algo, remitir a algo, hay que reconocer que El apóstata no se parece a nada. Es una película que no remite a más que a sí misma y al mundo que la contiene. Ese es su gran valor. La composición de las imágenes, el tratamiento fotográfico, el ritmo de la narración, el uso de la música: todo se combina de un modo orgánico, en un estilo que le confiere una condición precisa y personal. Podrá verse en el plano de la mano con las cáscaras de las pipas que abre el filme un aire familiar a Un perro andaluz, y desde allí hacerse las conexiones posibles, pero a medida que la película continúa andando se hace evidente que su cinefilia no camina por el lado de la metatextualidad, los guiños o la ironía, sino la de asumir el cine como un espacio para construir mundos. Hay en esta obra una pureza extraña, de otra época, la de la película en sí, que provoca que se perciba como un dispositivo raro, inocente. Como su protagonista.
El apóstata.España-Francia-Uruguay, 2015. Dirección: Federico Veiroj. Guion: Veiroj, Álvaro Ogalla, Gonzalo Delgado, Nicolás Saad. Con Álvaro Ogalla, Marta Larralde, Bárbara Lennie, Vicky Peña. Duración: 80 minutos.