N° 1867 - 19 al 25 de Mayo de 2016
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáLa materia prima del arte es curiosa y es diversa. Un sueño, una anécdota, el titular llamativo o discreto de un diario, la memoria familiar o local, una esperanza, un temor o un deseo encarnados en figuras y en dilemas, una piedra, un árbol, las formas cambiantes de una nube, la admiración o el peso de otras obras, de otros libros, de músicas queridas y acaso olvidadas, de cuadros, un rostro amado recuperado desde la bruma que puebla la soledad, una palabra fuera de lugar dicha en el contexto exacto, la memoria de alguna tarde inolvidable, las calles y balcones de la infancia o los paisajes de otros mundos, de otros lados, es ocasión, es estímulo, es impulso para la propia creación. En Borges, sabemos, todas estas fuentes están legitimadas por su buen uso para distintos menesteres y géneros, pero en todos los casos cada una de ellas está interferida por el talante filosófico del autor, por ese sumiso acatamiento a la voluntad de interrogar, a la inquietud de revisar, a la pasión por conjeturar. La ilustre familia que integran Lucrecio, Dante, John Donne, Goethe, T.S. Eliot —las de los poetas que filosofaron mediante el lenguaje poético— es también, hay que reconocerlo, el ámbito en el que opera y combate Borges.
Me niego a reducir el arte a una sola causa, y no querría tropezarme en ese exceso nada menos que para tratar con Borges, autor que ha salido indemne de cualquier intento de clasificación y que si por algo nos asombra una y otra vez es justamente por “la infinita variedad de su mundo”. Pero es inevitable admitir que la totalidad de su obra es filosófica; no lírica, no analítica, no meramente imaginativa. Para que se comprenda bien: esto no quiere significar bajo ninguna rúbrica que la literatura cumple en Borges la función subalterna de ser un medio para un fin, de estar al servicio de un mensaje, de jugar a un otro juego que no sea el de construir realidad mediante el despliegue masivo de la palabra, de ser una acción que involucra fonemas, significados, silencios, alusiones, referencias, ritmos, razonamientos, onomatopeyas, invocaciones, deslices, abismos.
La literatura —el lenguaje poético, para ser más exactos— es el único modo posible en el que se puede expresar la filosofía, según Heidegger. Esto supone que el habla poética, la designación o creación de la realidad, el discurso en sí, es el rasgo de inmediatez y el único medio posible para plantear las preguntas y aventurarse sobre ellas. Lo desconocido, lo que salimos a buscar, puede ser únicamente tentado por el habla que sale de la funcionalidad cotidiana, el habla desviada que define Paul Valéry. En la filosofía, la razón es de la partida como reguladora, pero no es el medio idóneo, porque su lenguaje es limitado y está fatalmente ligado a lo conocido; lo por-conocer necesita de otro lenguaje, de la combinación, del desvío, de la re-codificación; en fin, de la poesía.
En el poema Amanecer, de su libro Luna de Enfrente (1923), Borges muestra que una impresión súbita, una sensación que lo cubre, precisamente la de la noche que se va apagando en medio de las calles silenciosas de una ciudad que ama, es motivo suficiente para una pregunta que va al centro de la existencia: “Curioso de la sombra/ y acobardado por la amenaza del alba/ reviví la tremenda conjetura/ de Schopenhauer y de Berkeley/ que declara que el mundo/ es una actividad de la mente,/ un sueño de las almas,/ sin base ni propósito ni volumen./ Y ya que las ideas/ no son eternas como el mármol/ sino inmortales como un bosque o un río,/ la doctrina anterior/ asumió otra forma en el alba/ y la superstición de esa hora/ cuando la luz como una enredadera/ va a implicar las paredes de la sombra,/ doblegó mi razón/ y trazó el capricho siguiente:/ Si están ajenas de sustancia las cosas/ y si esta numerosa Buenos Aires/ no es más que un sueño/ que erigen en compartida magia las almas,/ hay un instante/ en que peligra desaforadamente su ser/ y es el instante estremecido del alba,/ cuando son pocos los que sueñan el mundo/ y solo algunos trasnochadores conservan,/ cenicienta y apenas bosquejada/, la imagen de las calles que definirán después con los otros./ ¡Hora en que el sueño pertinaz de la vida/ corre peligro de quebranto,/ hora en que le sería fácil a Dios/ matar del todo Su obra!”.
La conjetura de que existimos porque alguien nos sueña o que las cosas y las personas existen simplemente porque las soñamos, solamente la puede expresar la poesía; que llega donde la razón no se atreve.