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    Un teorema imposible

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2231 - 29 de Junio al 5 de Julio de 2023

    En el centro de la habitación hay una silla cubierta con capas de ropa amontonada en una pila inestable; más allá está la ventana, debajo hay una mesa que sirve de escritorio con cuadernos, textos de estudio, un envoltorio de papel de estraza con restos de galletitas Chiquilín y un perfume Charlie de Revlon (en un par de meses el frasco caerá y se romperá, dejará la mancha en el parqué y su característico olor dulzón invadirá la casa); en el suelo, por acá y por allá, discos apilados (Alone again, de Gilberto O’Sullivan, gastado de tanto ponerlo en el tocadiscos Scott); en la pared de la derecha, tres estantes Fumaya que sostienen un desbarajuste de libros que empiezan a estar demasiado apiñados (el año que viene, el estante de arriba se caerá por el peso y arrastrará a los otros), en la pared de la izquierda hay un póster con una pintura de Klee y otro de Toulouse Lautrec (¿está el de Serrat?; no, ya no, se decoloró y terminó en la basura).

    Al lado de la cama, una mesa de luz con una lámpara vieja de bronce, patas de león, pantalla de pergamino oscurecido por las décadas; la lámpara, además de vieja, es horrorosa por puro mérito del diseño (pero en ese tiempo y en esa casa no se sustituye nada que todavía pueda servir); al lado, un despertador enorme de color azul claro, con grandes números y campana de metal cromado, que jugará un papel importante en esta historia.

    La cama está tapada con varias mantas (es invierno y hace mucho frío), son de lana de industria nacional, debajo de las mantas está la adolescente que ocupa este cuarto y este relato; apoyado y abierto sobre su cuerpo, un libro de física de tapas duras pesado y gordo, de la editorial Kapelusz, cuyo título se ha perdido en el fárrago de los recuerdos.

    Hoy es miércoles 27 de junio de 1973, estamos en Montevideo, Uruguay, y las agujas del reloj avanzan inexorablemente a dar las siete.

    En lo poco que va del día han sucedido muchas cosas, de las cuales enunciaremos algunas a título de ejemplo y sin ánimo de priorizar unas sobre las otras.

    Todos los ministros presentaron sus renuncias.

    Tropas del Ejército levantaron barricadas en torno a la casa presidencial.

    Casa de Gobierno anunció la disolución del Poder Legislativo.

    Se limitó el derecho de reunión.

    Las radios trasmiten marchas militares en una cruel tautología del infortunio, en un atavismo impiadoso contra los oídos de la ciudadanía.

    Pero volvamos a ella, la adolescente que duerme en la más absoluta ignorancia de lo que está sucediendo, aunque ya no por mucho tiempo porque pronto sonará el despertador y deberá levantarse para ir al liceo. Viéndola dormir, uno diría que anoche se quedó leyendo, que la venció el sueño y se le cerraron los ojos, que el libro cayó abierto en la página del teorema que, como sabremos en un momento, ella no logró comprender. Como tantas otras cosas que no entiende, aunque lee el diario, escucha la radio, ve las noticias que pasan los informativos por la tele, pero aun así y a pesar de su esfuerzo no logra establecer una articulación entre la lógica simple del paisito democrático que le enseñaron y esa desajustada versión de la realidad que la rodea.

    Un teorema imposible para una adolescente.

    No es capaz de entender por qué la gente susurra nombres de militares y habla de golpe de Estado, por qué en los medios (que todavía no se llaman “los medios” sino “la prensa”) se habla de algo que tiene el inquietante nombre de “estado de guerra”. Mucho tiempo después, cuando sea una adulta, pensará que aquello fue el gore antes del gore.

    Sí entiende que cada vez ve más soldados en la calle, que ya no puede circular por la acera de la cárcel de Punta Carretas para ir a la casa de su amiga (un soldado la hizo cruzar la calle a punta de metralleta, o tal vez era un fusil). También entiende las recomendaciones que repite su abuela: si escucha disparos o ve un tumulto o gente corriendo, debe refugiarse en el baño de un bar o entrar en un negocio.

    A pesar de todo y con esa inconciencia de los jóvenes, todavía no sabe que está viviendo una errata inusual en la historia del paisito suavemente ondulado de clima templado, y probablemente hasta sospeche que todas las adolescentes del mundo son obligadas a bajar de la vereda a punta de metralleta o fusil. Tampoco sabe, todavía no puede saber, que ella y sus 3 millones de compatriotas conservarán la memoria y padecerán las consecuencias de lo que ahora mismo está sucediendo mientras ella duerme en la inopia.

    Sí, estamos en la madrugada del 27 de junio de 1973, decíamos, ella todavía no ha entrado en el recorrido de su vida adulta, no puede adivinar que su juventud transcurrirá en una ciudad triste y oscura, entre gente callada y temerosa.

    Pero la noche anterior no pensó en el país convulso atrapado en un rulo de violencia, no intentó descifrar el indescifrable rompecabezas político, trató de concentrarse en el escrito de Física, aunque no pudo con el teorema y su padre no estaba en casa para ayudarla a entender. Claro, también pensó en el baile del sábado y se preguntó por enésima vez por qué ya no la dejan volver sola con las amigas. Después pasaron las horas, se le cerraron los ojos, el libro cayó abierto sobre su pecho en la página del teorema imposible, tal vez soñó con el chico que le gusta o con el baile del sábado, o tuvo una pesadilla con la vereda de la cárcel de Punta Carretas o con el escrito de Física.

    Son casi las siete y ella está por entrar en el duermevela que precede al momento de abrir los ojos, casi son las siete y el despertador azul está a punto de golpear la campana que anuncia otra jornada de clases.

    Pero ese día, el 27 de junio de 1973, el despertador no llegará a sonar.

    El padre abrirá la puerta, entrará en el dormitorio en puntas de pie, pondrá todo su empeño en sortear la silla y su carga de desorden, en esquivar los discos, llegará al costado de la cama, hasta la mesa de luz y apretará el botón del despertador cancelando el sonido antes de que se produzca. Suavemente, tomará el libro de Kapelusz abierto y lo dejará sobre la mesa, y entonces ella, semidespierta, escuchará los sonidos y abrirá los ojos. Alarmada preguntará qué hora es, le dirá al padre que tiene escrito, que no entendió el teorema. El padre se sentará en el borde de la cama y le acariciará el pelo, le responderá que ya no importa, que por el momento no habrá teoremas ni escritos, que ni siquiera habrá clases por mucho tiempo porque hubo un golpe de Estado y disolvieron las cámaras y hay tanques de guerra en las calles, que ya habrá tiempo de entender Física, de entender tantas cosas. Y en el gesto del padre, en el tono contenido de las palabras, ella empezará a comprender lo inefable.

    Este texto forma parte del libro Memorias del 27 de junio de 1973. El fantasma que nos habita, de Gabriel Sosa, editado por Banda Oriental.