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    Un virus uruguayo peor que el Covid

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2107 - 21 al 27 de Enero de 2021

    Era apenas una cuestión de tiempo. Lo que empezó siendo una pandemia que nos equiparaba por su condición “democrática” —no mira condición social; la atención sanitaria está a disposición de ricos y pobres sin que haya soluciones para salir a buscar al exterior; el miedo es generalizado— dejó paso para que tanto abajo (tomando las redes sociales como lo más bajo en todo sentido) como en la cúspide del poder, sobre todo político, se generara un debate en el que la enfermedad se tomó como excusa para disputas políticas, ataques al gobierno y, ya al final, menospreciar por su presunta filiación política a los mejores científicos que tiene el país reunidos en el Grupo Asesor Científico Honorario (GACH). Las críticas surgieron de militantes que son una vergüenza para su propio partido por su pasado ya sea de amantes de la dictadura, ñoquis o por hacer gala de una ignorancia supina cargada de un miserable odio al diferente; pero también dirigentes de primer nivel echaron nafta a la incipiente hoguera. Esos son algunos de los promotores de la grieta que el deterioro social y educativo hizo que saltara del enfrentamiento entre clases sociales y se instalara también entre los “integrados”, los que aún pueden vivir y no solo sobrevivir.

    O sea, el miedo a la mayor crisis sanitaria de nivel planetario de la era moderna, en Uruguay, dejó lugar a un nuevo motivo para seguir profundizando la brecha social, ciudadana, para un intercambio de responsabilidades que suma cero.

    Esto seguramente está impulsado por un montón de razones, algunas más comprensibles que otras. Pero también quiero revisar en los bolsillos del sayo que me ha caído en suerte en mi condición de periodista para cuestionar mi parte en esto que nos ocurre y que es una pésima señal como pueblo, más aún si consideramos que somos un país afortunado, que no tiene cataclismos de estos cada año, como otras naciones en las que hambrunas, inundaciones, tornados, generan emergencias nacionales año a año.

    Además de informar a la gente sobre cuestiones a las que ella no puede acceder para que esa información cualificada la ayude a tomar decisiones, el periodismo tiene una rama de análisis y de opinión que se diferencia de las opiniones que se leen en redes sociales por varios motivos: el periodista tiene una responsabilidad social, vive de su prestigio y confianza, se dedica a esto y, por ello, en el acierto o el error, analiza y opina sobre la base de un conocimiento de informaciones acumuladas, algunas conocidas por todos, otras solo por él, gracias a que accede a quienes toman decisiones y a un largo etcétera.

    Esto no significa que en las redes sociales no se encuentren informaciones y opiniones interesantes, pero no es periodismo.

    El periodismo es entonces un mediador entre el poder y la gente, no un mediador político partidario, sino informativo, reflexivo y, a veces, solo a veces, ayuda a formar opinión, a limar las aristas más agudas de los radicalismos y enfrentamientos. No somos carmelitas descalzas. Al menos yo no dudo en utilizar calificativos gruesos cuando creo que alguien se lo merece, pero trato de llevar agua solo para el molino de lo que a mí me parece que beneficia al interés general.

    Y en este caso del coronavirus siento que el periodismo, al menos al comienzo, porque ahora se ha visto arrastrado por esta ola de enfrentamientos partidarios y personales, anduvo demasiado en puntas de pie. Me hizo acordar a la crisis binacional por Botnia y los puentes cortados. Una causa nacional en la que quien no defendía al país era un vendepatria, sin importar si los ambientalistas de Gualeguaychú, en medio de sus delirios y exageraciones, tenían algo interesante para aportar.

    El Covid es, o era, una causa de interés común; al comienzo el gobierno extremó la transparencia y se blindó con esa fenomenal creación del GACH, donde las principales luminarias de la ciencia local brindan desinteresada y honorariamente su tiempo en procura del bien común.

    Por eso, criticar al gobierno, sugerir que el GACH estaba siendo utilizado más allá de lo científico, cuestionar las medidas del Ejecutivo y este último capítulo de la vacuna, nos ponía a los periodistas como minando el muro de unidad nacional (que ahora se reveló endeble) y cualquier información que chocara con los lineamientos para que la gente supiera cómo cuidarse podía entorpecer el mensaje y confundirla. Había que hacerse eco de quienes nos decían cómo cuidarnos.

    ¿Se imaginan haber cuestionado a la Organización Mundial de la Salud por no recomendar el tapabocas como lo hizo al comienzo? ¡Lo que nos hubieran dicho! Y, sin embargo, los sabios estaban equivocados.

    Reflejo de esta confusión acerca de a quién se puede criticar sin caer en una especie de quinta columna fueron las declaraciones de la senadora oficialista Carmen Asiaín: “Cuestionar las medidas de este gobierno en su manejo de la pandemia es cuestionar a los científicos de primerísimo nivel e incuestionable idoneidad del GACH”.

    No, señora, todos sabemos que el gobierno es una cosa y el GACH otra; a pesar de lo cual, y ojo, quizás estoy hablando solo por mí, observé a algún periodismo no del todo involucrado con opiniones firmes en los temas candentes. Quizás también se deba a que no tenemos en nuestras plantillas científicos, como sí ocurre en otros países.

    Ahora ya no hay cómo evitarlo. Los carroñeros están al acecho como cada vez que huelen sangre. Y su estrategia para golpear al gobierno es en extremo simplista pero efectiva, porque apela a una tradición muy uruguaya de emular a la obra de Lope de Vega, Fuenteovejuna: no se puede responsabilizar a los jóvenes, no se puede responsabilizar a los trabajadores, ni a los viejos, que son los más afectados, en suma, no se puede responsabilizar a la gente. La culpa, entonces, es del gobierno, porque siempre hay que encontrar un culpable, aunque lo que pasó aquí también pasó en países desarrollados y subdesarrollados, de izquierda y derecha, orientales y occidentales.

    Del otro lado, están los que opinan que el gobierno hizo todo bien, aunque se haya aferrado religiosamente a no adoptar medidas que se revelaron eficaces en otros países, aunque más de una vez desoyera al GACH, aunque debió, quizás, ser más generoso con los más débiles, aunque, si bien conseguir vacunas no es fácil, la demora terminó generando una crisis interna en el Ejecutivo que sus partidarios prefieren obviar.

    Nadie es infalible. Pero ¿alguien piensa que el gobierno hizo las cosas mal a propósito? Porque eso hemos llegado a leer. Un poco de comprensión no nos va a desuruguayizar. Los debates sobre el presidente surfeando nos ponen al nivel de republiquetas en medio del incendio. En otras circunstancias puede resultar gracioso el dicho de que hacen falta dos uruguayos para que haya tres opiniones. En estas circunstancias la falta de unidad es suicida. La gente no está pensando en a quién culpar, no está pensando con cabeza de urna; tiene miedo, está devastada por sus familiares muertos, quiere dirigentes que lleven calma y dejen a un lado los intereses personales. ¿Es tanto pedir? Reitero: esto no termina con la vacuna, y si no logramos convencer a la gente de que esta vez la solución no la tienen líderes mesiánicos sino una mezcla entre la acción científica y el cuidado personal, si eso no hace carne, será suicida. Y lo más preocupante es que en esa materia, la del suicidio, estamos entre los líderes mundiales. No creo que sea casualidad.