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    Una escuela como muchas

    Columnista de Búsqueda

    N° 1850 - 14 al 20 de Enero de 2016

    , regenerado3

    Existe un puñado de instituciones cuya contribución al avance y mejoramiento general de la literatura no parece haber sido suficientemente tributado por las autoridades pertinentes: me refiero a los burdeles, a los regimientos militares, a los vagones de tren y camarotes de barco, a las camas de hospital, a las esquinas de ciertos barrios de París, de Londres o de Buenos Aires, a las salas de espera de odontólogos y manicuras, a los antiguos bares cerca del océano, en Lisboa, a los bancos de la zona oeste del Central Park, a la memoria de ciertos nombres de mujeres que insisten en permanecer tanto en sueños como en vigilia, a las cocinas de campo, a los clubes de lectores, a la asociación internacional de insomnes impenitentes, al dulzón aroma de ciertos tabacos holandeses, a las sillas vienesas, a la vera de ciertos caminos rurales que parecen no conducir a ninguna parte, a la mezcla Earl Grey para el té vespertino, a las noches desprovistas de estrellas,  y por supuesto, en un primer lugar, a las infamadas  cárceles; lugares excelentes para producir ilusiones y urdir tentativas de fuga a mundos mejores, por lo general más limpios, más ordenados, menos ruidosos. No quiero abusar de las analogías, pero esta venturosa iniquidad, esta inútil tentativa redentora contribuye con no poco mérito a la continuidad de esas reificaciones de la petulancia disfrazada de amor al conocimiento que solían (suelen) ser las universidades.

     Quiero decir: el ergástulo como musa tiene una tradición bellamente idealista y bellamente abstracta (las condiciones de encarcelamiento no parecen estimular la ficción apolítica, según parece, y sin que pueda explicarse muy bien por qué), y sólidamente republicana: Diderot produjo el germen de la Enciclopedia desde la concurrida cárcel de Vincennes, y no puede decirse que Voltaire haya escrito sin el calabozo como interlocutor preferente, que por cierto se presentó en su vida —efectivo, burlado, temido o cercano— con la pertinacia propia de la Luna y de otros fenómenos naturales. Lo de Cervantes pagando devolviendo con soledad y con cadenas los impuestos que milagrosamente se adhirieron a su bolsa mientras soñaba con la bella Italia, no deja de ser un detalle enternecedor. Lo mismo puede decirse de Thoreau, pero en sentido inverso: no se quedó con los dineros del fisco, sino que se negó a reconocerle derecho para que se quedara su parte del mundo, y por eso prefirió el encierro y en el encierro la escritura de un imperecedero panfleto sobre la arbitrariedad del estado de Massachusetts y la inmoralidad general de todos los estados que creen que los ciudadanos son menores de edad.

    Al norte de Calais tenemos una historia tal vez tan instructiva como la que Francia pudo prodigar con sus artífices de la razón y del escepticismo. No mucho después de los eventos del Iluminismo francés, en efecto, James Henry Leigh Hunt y su hermano John fueron condenados a pagar 500 libras y dos años de cárcel por un libelo contra el príncipe regente, a quien le dedican estas aladas palabras: “Este Adonis del encanto es un corpulento caballero de cincuenta años, un violador de su palabra, un libertino sumergido en deudas y desgracias hasta las orejas, un apóstata de los vínculos domésticos, un escolta de apostadores y hombres de dudosa fama, un hombre que acaba de concluir medio siglo sin haber generado un motivo para excitar la gratitud de su país, o el respeto de la posteridad”.

    Hunt ocupó sus horas de prisión de los modos más insólitos, más imaginativos, más fantasiosos; por ejemplo, examinaba las pinturas y murales que el pintor Benjamin Robert Haydon arrastraba puntualmente a la cárcel, y a menudo lo visitaba Jeremy Bentham para jugar algunos partidos de battledore (una forma primitiva del Bádminton). Cuando no estaba haciendo deporte u ocupado en la apreciación crítica de las artes visuales, James Henry Leigh Hunt tenía largas charlas con su amigo William Hazlitt, que entre 1813 y 1815 fue una presencia frecuente en el Surrey Gaol de Horsemonger Lane. Y es que había entre aquellas lejanas paredes inglesas un excepcional respeto por la vida privada de los prisioneros, y son varios los casos de personas que vivieron varias décadas de vidas modestamente austeras en la Torre, como Sir William de la Pole (37 años) o Sir Walter Raleigh, que en los 13 años en que vivió con su familia en la prisión encontró tiempo para cultivar tabaco y escribir La historia del mundo.