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    Una espada

    Columnista de Búsqueda

    N° 1917 - 11 al 17 de Mayo de 2017

    , regenerado3

    Veinticuatro siglos antes que Nietzsche, que postuló la misma idea y la convirtió en el eje de su filosofía moral, Aristóteles propuso el dilema: para el hombre no hay salidas intermedias, su debate está entre jugar más cercanamente al animal o buscar la semejanza con los dioses. Me permito conjeturar que esa doble naturaleza nos ayuda a comprender el dilatado espacio que ocupa la Justicia en las concepciones occidentales.

    Esto viene a cuento porque quiero significar que la idea de Justicia es la menos instintiva de las formulaciones culturales, la más divina, la menos silvestre. Y voy más lejos: creo que las expresiones más perfectas de la Justicia, que son la venganza y su correlato, el perdón, representan formas superiores de la humanitas, es decir, actitudes y acciones eminentemente humanas, muy diferentes de la resignación fatalista de los animales y su hambrienta sed de carne y de sangre. La venganza y el perdón son los dones con los que el hombre perfecciona la muy lastimosa debilidad de su construcción social; los instrumentos de los que se sirve para que las relaciones a las que por necesidad está obligado no se conviertan nunca en humillantes dependencias o en ocasiones para que el Otro confunda el mutuo apoyo con el señorío. Son, además, expresiones más que nítidas del tercer principio de la lógica, el de razón suficiente: el valor del orden se satisface con la venganza, que producirá los efectos debidos a la transgresión verificada; la piedad, que es una suerte de natural orden en el campo emocional, se libera del automatismo retributivo y convierte al efecto necesario en una superación, en una cura; es un renunciamiento de la acción y una liberación propia. Perdonar es quitarnos la fatiga, el trabajo de la venganza; un acto de egoísmo que produce lo que los economistas llaman externalidades positivas: es bueno para mí, y termina siendo beneficioso para el que agravia o merece castigo. Ambos dones son anteriores a la moral, en verdad son su radical y excelente origen.

    Entre los griegos había una previsión respecto de todo este fenómeno, que se vivió como un problema transaccional entre las fuerzas celestes y las humanas. La diosa Temis representó el carácter sublime, trascendente que tuvo la Justicia, siendo la que expresaba la tradición, las costumbres, las normas de los dioses. Su hija, Dike, se encontraba más cerca de la tierra y era la que vigilaba los actos de los hombres; ambas gozaron de respeto y devoción en la antigua Grecia. Sin embargo, por fuera de esas benéficas bendiciones, como un recordatorio de que la vida es incontenible y mal se puede ir contra la misteriosa lógica que la gobierna, los griegos también idearon la figura reparadora de Némesis, la que, como las específicas Erinias, representa la venganza, la que expresa la dominante ansiedad por equilibrar, por retribuir en forma correspondiente las distintas conductas que definen el comercio de los hombres entre sí, de los hombres con la naturaleza, de los hombres con los dioses. Es a ella, con toda su falta de cortesía y prepotente orgullo, a la que debemos el principio primero de la Justicia, y por ende, también, su finalidad última, esto es, su razón de ser.

    La Orestíada muestra mediante el despliegue trágico de un encadenamiento de venganzas que la única forma de no ir hasta el infinito con el principio de razón suficiente es cortar la cadena mediante la confianza en un juicio externo, sereno y definitivo. Muy bonito: solo que nada consigue apagar el corazón. Lo dice Clitemnestra en un célebre pasaje que nunca ceso de releer porque creo que representa la versión más entera de ese rasgo esencial de la Justicia, es decir, de la venganza; ocurre cuando ya ha realizado su reparadora faena de apagar definitivamente la luz de Agamenón, su esposo, el asesino de su hija: “La lucha del desquite ha llegado finalmente y estoy donde he herido, sobre la obra realizada. La realicé de manera —y no lo negaré— que no pudiera huir ni evitar su muerte. En torno suyo extiendo una red sin escape, como la de los peces, una tela de fatal riqueza. Le hiero dos veces, y con dos gemidos se debilitan sus miembros; caído ya, le doy un tercer golpe, ofrenda votiva al Hades subterráneo, salvador de los muertos. Así, cayendo, exhala su alma, y lanzando con su aliento un vómito impetuoso de sangre, me alcanza con las negras gotas de sangriento rocío, alegrándome no menos que la lluvia de Zeus alegra a los sembrados al brotar la semilla”.