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    Una nube en el espejo

    Columnista de Búsqueda

    Nº 2161 - 10 al 16 de Febrero de 2022

    El mundo que conoció Arístoteles es impensable. Todo cuanto sabemos de su existencia está mediatizado por la mirada de este filósofo que consiguió reunir ordenadamente la información que lo precedió y también aquella noticia de la que fue contemporáneo; todo lo cual explicó con arreglo a un seductor sistema lógico del que todavía somos tributarios.

    Sin embargo, a veces se filtran elementos que testimonian la inmediatez de la época. El libro Parva Naturalia (editorial Alianza) nos ofrece algunos ejemplos interesantes respecto de la existencia de nociones o creencias sobre las que entonces no había disputas. Esta obra es una colección de pequeños tratados de física, de biología y de medicina, y es útil, ante todo, para ingresar en la patria del saber antiguo, a veces tan cercano y a veces tan lejano al mundo que conocemos.

    Aristóteles es confiable cuando razona, pero como todos sus contemporáneos juzgados desde la perspectiva histórica, lo vemos disminuido por el enorme tamaño de muchas de las creencias en las que se encuentra atrapado. Es cierto que cuando piensa lo sentimos cerca, pero no cuando lo encontramos en la media de su existencia.

    Si uno siente curiosidad por esto último, hay detalles en el presente libro que directamente golpean nuestra imaginación, como, por ejemplo, el segundo numeral del tratado sobre los sueños, concretamente una digresión relativa a los espejos. Conviene, antes que comentar o interpretar indebidamente, escuchar la serena voz del maestro en este punto tan especial; dice así: “Con los espejos muy limpios, cuando en el período mensual de las mujeres arrojan una mirada sobre ellos, se forma en la superficie como una especie de nube teñida de rojo. Si el espejo es nuevo, no resulta sencillo hacer desaparecer tal mancha; pero si es viejo, resulta más sencillo”.

    Semejante afirmación se ubicaría cómodamente en la familia de los dislates de no provenir, como ocurre, de fuente tan insospechable de superstición y aun de misticismos como lo es el seco y escéptico Aristóteles. La reacción inmediata de todo lector actual ha de ser, prudentemente, rechazar de plano la verdad de lo que está dicho. Pero la segunda reacción, ya más calmado el asombro, debe consistir en preguntarse: ¿Aristóteles veía alucinaciones?, ¿era aficionado a la mentira? o, mejor dicho, alguien como él, de notoria y vehemente entraña científica, ¿no tuvo inquietud por organizar un experimento de laboratorio para demostrar eso que señala?

    Ciertamente que estas dudas son fundadas. Aquí no estamos ante la presentación de una creencia (el Sol gira alrededor de la Tierra o la Tierra es plana, etc.) que en ese tiempo no era susceptible de ser verificada, ni tampoco estamos delante de una proposición de tipo dogmático que resulte indigno refutar mediante la experiencia. Nada de eso; nos encontramos meramente frente a la ilustración de un fenómeno de la física en su relación con la fisiología.

    Nos explica Aristóteles: “La causa de este hecho (nube roja en el espejo) es que la vista no solamente padece algo por parte del aire, sino que también actúa sobre él y lo pone en movimiento, como ocurre con los objetos brillantes. La vista, en efecto, entra en la categoría de los objetos brillantes y que tienen algún color. Los ojos están, pues, en la misma situación en la que verosímilmente se encuentra cualquier otra parte del cuerpo, pues se encuentran naturalmente llenos de venas. Es por lo cual que se producen esos fenómenos en la mujer, el cambio en los ojos no resulta oculto a causa de la turbación e inflamación sanguínea; y estos últimos ponen al aire en movimiento, y este produce una cierta modificación sobre el aire que se encuentra sobre el espejo y que le es contiguo y le transmite una modificación igual a la que él padece: y este aire actúa sobre la superficie del espejo”.

    El maestro remata sinfónicamente su mecanicista argumento: el vino –dice– si no está bien tapado toma el aroma de productos vecinos que están sobre la mesa; del mismo modo el espejo, cuando está limpio, recibe hasta la más tenue variación de luz que hay en un ambiente.

    Después de esta cúspide explicativa las preguntas que formulamos más arriba quizá sean impertinentes y todo lo que podemos hacer es continuar venerando la memoria del maestro.