N° 2033 - 15 al 21 de Agosto de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáNos ha pasado a todos y seguro que más de una vez: estamos viendo una película que hasta el momento viene bien y de pronto aparece un actor llenando la pantalla de morisquetas innecesarias, arruinándolo todo. Entonces dejamos de disfrutar y pasamos al enojo o la incomodidad: ¿cómo nadie en todo el equipo de producción se dio cuenta de que esta sobreactuación iba a terminar cargándose la película? ¿Cómo nadie detectó que lejos de mejorar el resultado, iba a hundirlo? En la vida real, sobre todo en tiempos de campaña electoral, pasa algo parecido: crece la tendencia a sobreactuar nuestras ideas políticas. También, especialmente en ausencia de ideas, crece la tendencia a descalificar de manera ampulosa y altisonante cualquier cosa que diga el rival ideológico. Tal como ocurre con la película, esa sobreactuación política suele terminar arruinando el resultado.
Como no siempre el rival/enemigo dice cosas que sean fácilmente elevables al altar del escarnio, a veces hay que recurrir a trucos de mago de kermesse. Por ejemplo, recortar una frase que completa tendría matices, para que parezca absoluta. Si Pepito dijo “en general, los jugadores de fútbol no cometen faltas, pero igual a veces conviene que intervenga el juez”, se la deja en “los jugadores de fútbol no cometen faltas” y a partir de eso se construye una diatriba que coloca a Pepito entre aquellos que consideran innecesarios a los jueces en el fútbol. Por supuesto, podemos discutir qué tan cierto es que los jugadores no cometan faltas, pero eso es asumir de manera automática el terreno de juego que plantea el recorte. Es aceptar conversar sin el matiz que ofrecía la frase original de Pepito.
Así, una vez eliminado el matiz (que es precisamente la zona en donde podrían encontrarse puntos de contacto entre distintas posiciones) el recortador comienza a levantar una pirámide de vapor indignado sobre el pedacito que el mismo recortó (o que asumió gregariamente como el todo). Aparece entonces la gesticulación innecesaria, ampulosa y tautológica: Pepito es tal cosa porque dijo tal otra y si dijo tal otra es porque es tal cosa. Pensamiento circular que ni siquiera se toma la molestia de contrastar aquello sobre lo que viene construyendo su indignación. Agudizado en estos tiempos de memes y capturas de pantalla. Joder, si hasta puedo imaginarme a Aron, Marcuse, Berlin y Poulantzas retorciéndose en sus tumbas frente a esos “argumentos” de meme, ellos que dedicaron una vida a complicarse con las precisiones y las definiciones ultrasofisticadas.
En fin, que el proceso tiene entonces dos zonas: recortar la realidad de manera que desaparezca el matiz, algo que puede ser intencional o resultado del sesgo ideológico que todos tenemos; y la sobreactuación, que opera sobre la realidad ya recortada y deformada. Una sobreactuación que en definitiva no es más que una exhibición de músculo para la barra, para los ya conversos: solo ellos darán por buena esa gesticulación agresiva, hueca e innecesaria. Es verdad, a veces en esa exhibición hay gente que se está jugando el cargo: si ganan “los otros”, la posibilidad de perder el empleo se eleva y mucho. Pero, y aunque esa gente también pesa en el debate al cargarlo con su agenda personal, ese es otro tema.
Se dirá: es año electoral, todos mienten, nadie muestra las cartas, todos recortan lo que dice el rival a su antojo, es imposible creerle a nadie. Puede que sí y puede que no, yo no estoy tan seguro de que sea así. Lo cierto es que esta mirada más bien cínica que parece prevalecer en unos cuantos, se parece mucho a la más nihilista “que se vayan todos”. Es una idea que tiende a volver irrelevante a la democracia al hacer tabla rasa con la posibilidad de extraer conclusiones que sirvan para guiar el voto. Si ninguna verdad es accesible porque todos mienten, entonces es irrelevante a quien votes. O mejor dicho, entonces es irrelevante cualquier intento de cambiar algo: si todos mienten, no tenemos manera de tasar nada de aquello que dicen. Pocas cosas deben ser tan favorables para el statu quo como esa idea.
A riesgo de sonar ingenuo, creo que la tarea esencial del ciudadano en estos meses de furia electoral fogoneada desde los propios partidos, es insistir en separar la paja del trigo. Ser capaces de mirar en los grises que presentan los distintos candidatos. Esto es especialmente importante pensando en que en el Parlamento futuro muy probablemente no existan mayorías absolutas para votar leyes con brazo de yeso. Es decir, un Parlamento que se verá obligado a negociar, ahora sí, las distintas visiones del mundo que los partidos representan. Y eso requiere matices, no sobreactuaciones y recortes de información. La lógica preelectoral de la confrontación y la descalificación, que a veces funciona para ganar un escaño, puede resultar letal (o como mínimo paralizante) al interior de un Parlamento fragmentado. España últimamente viene dando buenas pistas en esta materia.
El problema agregado que tiene este mecanismo de recorte y pegue (tortazos) es que colocan las propuestas de gobierno que ofrecen los distintos candidatos en una suerte de melodramática de las intenciones: ya no se trata de lo que los actores dicen sino de gesticular a-la-Jim Carrey (quien me parece un gran actor muchas veces insufrible) sobre aquello que el meme o el prejuicio dice que dicen. Sobre aquello que a partir de un meme yo supongo van a hacer. Es decir, una política no de lo dicho sino de lo supuesto. Una política de las intenciones no declaradas. Y en ese terreno, obviamente, ya no importa un rábano lo dicho o lo matizado. Ni tampoco lo que esos candidatos hayan hecho antes, esos hechos que podrían servir para contrastar de manera fáctica si existen distancias entre la promesa electoral y las prácticas previas.
Finalmente, esta política de las intenciones, en donde ya no se juzga lo que los candidatos dicen sino que se deforma lo dicho hasta que calce en nuestro prejuicio para desde ahí atribuirle intenciones ocultas, termina por convertir el debate político en uno moral. Si el “otro” es un mentiroso que esconde lo que de verdad piensa hacer (y esto no hay partido que no lo haya hecho con sus rivales), si podemos recortar de cualquier manera lo dicho, si los hechos ya no importan, si lo único que importa son las intenciones que asignamos al rival, la política como intercambio de ideas que luego se convertirán en hechos en la plaza pública se diluye.
Es verdad que los candidatos pueden mentir. Y es verdad que en política no existen formas “neutras” de hacer las cosas. Pero una cosa es posibilidad y otra necesidad. Si creemos que los candidatos necesariamente mienten, entonces dejamos de necesitar a la democracia. Y esto es así porque la estamos convirtiendo en un terreno puramente moral que no necesita de hechos ni de frases completas. Perder los matices y luego sobreactuar sobre la simplificación resultante del recorte es casi una receta para el fracaso democrático.