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    Uruguayos nocturnos

    Acabo de salir de un curso sobre “El transporte colectivo en la Literatura Latinoamericana”. El profesor, un especialista de la Universidad de Río de Janeiro, nos relata cómo se vivió la irrupción del tranvía en la década de los 20 en nuestras ciudades.

    Nos habla de accidentes, episodios de violencia, vendedores ambulantes, acoso sexual, vandalismo, democratización e inclusión, tumulto e intimidad y varios temas apasionantes más que nuestros escritores, desde Quiroga a Roberto Arlt, supieron utilizar para sus alucinadas historias.

    Cuando salgo del curso, cargada con una mochila llena de libros y las bolsas del Ta-ta con recientes compras, espero un ómnibus en la penumbra de una parada de 18 de Julio. Miro el cielo rojizo por las luces y la polución, miro las veredas desiertas salvo por los homeless, uno por cuadra.

    De pronto, bajan de un bus un hombre y una mujer. ¿Son una pareja o son madre e hijo? Ella es mucho mayor, él es un muchacho con el cabello por los hombros, lacio, y una botella de agua mineral con restos de vino rosado suelto.

    Se tambalean. Ella intenta sostenerlo. Se abrazan.

    Ella lo lleva hasta la cortina baja de un comercio. Allí, él orina en abundancia.

    Mientras tanto, la mujer me ofrece una caja de Marlboro. ¿Le interesaría comprar una caja de cigarrillos? Le contesto que no fumo. Me llaman la atención sus lentes, su estilo, su tono de voz. Podría ser una profesora.

    Luego detecto que intenta vender el Marlboro a transeúntes con cierta de­sesperación.

    Llega mi ómnibus y ellos también se suben, detrás de mí. Escucho al muchacho decirle al conductor guarda: “¿Nos deja subir que mi mujer se siente mal?”.

    Es tarde y el obrero del transporte está cansado. Escucha radio. Dice que sí.

    Entonces la pareja sube y cambian de rol. Ella se sienta silenciosamente y él le dice al público que va a cantar una canción. Lo hace a cappella, a punto de caerse por la gran cantidad de alcohol que porta en la sangre. Canta muy mal.

    Pero nos dice que el tema es suyo.

    Cuando termina, la mujer aplaude con fruición, para arrastrar a otros. Nadie la sigue, nadie le da al artista una moneda. Se bajan tambaleando, varias paradas después.

    El chico protesta: “¡Quieren que les cante un tema de moda! ¡No valoran lo que es único, una canción compuesta por mí!”.

    Respiro con alivio: no me ha vomitado encima. Era mi miedo.

    Me bajo cargada y debo caminar una cuadra hasta mi casa. Con mi ojo avizor intento esquivar las siluetas inquietantes que se perfilan al final de la cuadra.

    Llego a mi edificio, y con entrenada rapidez, abro y cierro el doble juego de llaves de la antigua puerta de roble.

    El profesor nos explicó que en América Latina el ómnibus no ha tenido una mirada positiva, como sí en su tiempo el tranvía. El bus llegó cuando el automóvil ya se había ganado a todo aquel que pudiera comprarse uno.

    Y el ómnibus quedó para gente como yo.

    Me consuelo pensando que al menos no contamino el mundo usando una veloz máquina —con tres asientos libres— que solo usaría mi trasero.