Nº 2147 - 4 al 10 de Noviembre de 2021
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáRobert Michels, que acuñó el concepto de la ley de hierro de la oligarquía, sostenía que el gobierno no puede ser otra cosa que la organización de una minoría. El objetivo de esta minoría es imponer al resto de la sociedad un orden legal, que es el resultado de las exigencias de dominio y de la explotación de la masa de ilotas efectuada por la minoría gobernante, y nunca podrá ser verdaderamente representativo de la mayoría. Coincido absolutamente con esta perspectiva. Una franja de mis convicciones me dice que debería sentirme culpable por ser tan escéptico; otra —que proviene de Schopenhauer, de Nietzsche, de Hobbes, de Spengler, de Gustave le Bon, de Pareto, de Carl Schmitt— que me recuerda todos los días y todas las noches que la política de las repúblicas modernas es un largo y patético relato de fracasos y supercherías en la medida que algunos las han querido vincular a premisas de tipo ético, que por ser así mal comprenden la desnudez de la piedra con la que está tallada tan infame faena.
Creo que de todos esos pensadores quien mejor encarna el desencanto necesario que debe tener cualquier abordaje filosófico de la realidad es Vilfredo Pareto, que con magnífica sencillez científica demostró el artificio de los sistemas en los que estamos prisioneros; dado que no solo condenó por insostenible y perverso al socialismo sino por endeble y torcida a la democracia de corte voluntarista. En su consideración la realidad política es una relación que ocurre en las luchas al interior de las élites y de estas con sus congéneres que disputan el poder. Todo se reduce a una cuestión de fuerza en la que la astucia —como enseñaba Maquiavelo— no debe estar ausente. Como nadie con su nivel de profundidad entendió Pareto cuál es el gran arcano de la historia, a saber, por qué los regímenes nunca pueden dar cumplida satisfacción a sus premisas colectivas y se tienen que contentar con simplemente atender la sed y el hambre de aquellos que manejan los gobiernos al punto que esto se convierte en un fin en sí mismo. Pero —he aquí el rizo sarcástico de la cuestión política— hay épocas en las que ni siquiera los más egoístas apetitos son suficientes para sustentar aquello que Spengler denominó el estar-en-forma de un sistema dado, vale decir, no la mera supervivencia de una propuesta sino su destino. Y esto me lleva a una tesis de Nietzsche que impactará en Heidegger: la idea de lo más lejano, la proyección es lo que da sentido al presentar, al estar aquí; no hay estar aquí sin un para qué capaz de explicarlo, de justificarlo, de redimirlo.
Pareto observó a la burguesía de su tiempo y advirtió que estaba lista para sucumbir por exceso de autosuficiencia, por falta de la debida tensión histórica, por no darse cuenta de que estaba perdiendo de vista el suelo sobre el que había edificado su poder, su sentido en el mundo; “por no entender que corre el riesgo, mortal para sus intereses, de dejarse invadir por sentimientos humanitarios y de sensibilidad morbosa, hasta hacerla incapaz de defender sus posiciones” (Manual de economía política, Pamplona, 2020). Saludablemente liberal en lo económico, este padre de la sociología desilusionada estimó que la fuerza es el elemento primordial en la regulación de las relaciones humanas y se percató, para disgusto de todos los voluntarismos del centro, para esa mentalidad menchevique que una y otra vez enturbia las límpidas aguas de la historia heroica de los individuos, que no pocas veces la retórica de la democracia ha sido causa, no efecto, de la caída de quienes deberían sostenerla. Por eso no le profesó ninguna pleitesía.
La política, bajo su perspectiva, se reduce a la constante lucha por mantener o ampliar el poder; todo lo demás son palabras, fantasías. La historia, dijo, no perdona: “Cuando una élite no está dispuesta a luchar por la defensa de las instituciones que ha creado, es una señal de que ahora está sumida en una imparable pérdida de poder social: solo tiene que ceder el paso a otra élite, con las cualidades masculinas que le faltan. Sencilla quimera, si cree que se le aplicarán los principios humanitarios que proclamó: los vencedores harán sonar en sus oídos la implacable sentencia de los antiguos: vae victis (¡Ay! de los vencidos)”.
Tuvo razón Pareto en su tiempo y hoy tiene doble o triple razón. No hay que ir muy lejos para comprobarlo.