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    Viejos y nuevos desafíos para las políticas de combate a la pobreza

    N° 1966 - 26 de Abril al 02 de Mayo de 2018

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    El reporte 2017 del Instituto Nacional de Estadística (INE) sobre la evolución de la pobreza de ingresos trajo consigo buenas noticias. Luego de dos años de cierto estancamiento, la pobreza retoma una trayectoria descendente, afectando a apenas 7,9% de la población. La indigencia se reduce a poco más que un ruido estadístico, con una incidencia de 0,1 puntos porcentuales. Sin embargo, más que el dato puntual, importa la tendencia.

    Uruguay muestra una reducción de la pobreza e indigencia entre 2006 y 2017 de una magnitud no conocida desde que se relevan estadísticas oficiales o estudios académicos sobre la materia. En 10 años, la incidencia de la pobreza se redujo a un cuarto de su valor en 2006 (32,5%) y la indigencia de ingresos prácticamente desaparece.

    Calificar como una nueva “década perdida” —término acuñado para identificar al período que comienza con el default mexicano en 1982 y que implicó un aumento crítico de la pobreza y la desigualdad en América Latina y el Caribe— a los últimos 10 años de nuestro país carece de seriedad. Recurrir a caracterizaciones ríspidas y resonantes podrá tener algún rédito político, pero no ayuda en nada a construir un debate solvente sobre la relación entre las políticas públicas y la privación social. Es un período de importantes logros en materia de reducción de la pobreza de ingresos, logros cuya relevancia no puede ni desdeñarse ni minimizarse. Así sea porque en otros momentos de la vida nacional, aun en períodos de fuerte expansión económica, los resultados en términos de pobreza fueron bastante más decepcionantes.

    Mucho más fecundo es analizar e identificar, detrás de estas tendencias agregadas, viejos y nuevos problemas que interpelan a las políticas y sus connotaciones distributivas. La caída de la pobreza esconde e invisibiliza un patrón patológico de la privación en Uruguay: las brechas entre la incidencia de la pobreza según tramos de edad.

    Las buenas noticias lo fueron para todos los grupos etarios. Entre 2006 y 2017 la pobreza entre los niños menores de 6 años se reduce de 52% a 17%, mientras que entre los adultos mayores (65 años y más) pasa de 13% a apenas 1,3%. En términos de bienestar infantil, las mejoras económicas —acompañadas de otras políticas, en particular en materia de salud y educación inicial— se traducen también en otros logros relevantes, como la reducción de la mortalidad infantil.

    Sin embargo, Uruguay muestra desde hace largo aliento un perfil de la pobreza sesgado en contra de los niños y jóvenes. La mala noticia es que ese perfil se agudizó en los últimos años, dado que la caída fue de menor magnitud para los grupos de edad más jóvenes. Mientras que la pobreza entre los adultos mayores es hoy 10 veces menor que hace una década atrás, entre los niños menores de 6 años es tres veces menor.

    Denisse Gelber y Cecilia Rossel* señalan una paradoja clave de Uruguay en el contexto de América Latina y el Caribe: es el país con menor incidencia agregada de la pobreza y menores niveles de desigualdad en la distribución del ingreso; y simultáneamente es el país que registra la mayor desigualdad en la incidencia relativa de la pobreza entre generaciones. La brecha se ha ampliado desde comienzos de los noventa. Mientras que en 1990 la autoras identifican que la incidencia de la pobreza entre los menores de 14 años era cuatro veces mayor que entre los adultos mayores de 65 años, en el año 2000 ese guarismo había alcanzado a nueve, para trepar a 12 hacia el 2010. En este último año, los países que seguían a Uruguay eran Brasil (cociente de siete), Argentina (cuatro) y Chile (dos). La diferencia entre Uruguay y los restantes países es de una magnitud tal que no deja dudas sobre la presencia de un perfil problemático, en especial en términos dinámicos: implica una privación relativa con consecuencias potenciales de largo aliento en la trayectoria vital de las cohortes más jóvenes.

    Tampoco es casual que esas brechas con los países de la región se trasladen a otras dimensiones que cimientan la calidad de las trayectorias de vida futura de niños y jóvenes. Uruguay también muestra desigualdades importantes en el acceso a la educación —se encuentra rezagado con respecto a países de la región en la culminación del ciclo de educación secundaria, pero también terciario— o en la calidad de la inserción laboral de los jóvenes.

    Operan multiplicidad de factores que dan cuenta de esta realidad. Algunos provienen del vínculo entre el funcionamiento del mercado y ciertas tendencias demográficas. La preocupante evolución que tuvo la pobreza infantil durante la década de los noventa —período donde se observa una nítida evolución negativa de la relación entre la pobreza de ingresos observada para los menores de edad y la de los tramos etarios superiores— se asocia con el aumento de la desigualdad en el mercado de trabajo en perjuicio de los ocupados con menor nivel educativo, en particular aquellos que no alcanzan la educación superior. Los adultos con mayor nivel educativo tienden a tener menos hijos y a edades más avanzadas. Los menores se concentran en hogares donde sus miembros activos cuentan con menos acervo educativo y las tendencias laborales durante la década de los noventa les fueron poco propicias, restringiendo la disponibilidad de recursos de sus hogares de pertenencia. Junto con estas tendencias, operaron políticas públicas con escaso foco en la atención de niños y adolescentes.

    El dinamismo del mercado de trabajo en la última década —con un disminución de la desigualdad en la distribución de los salarios que favoreció a hogares integrados por adultos jóvenes con menor acervo educativo— y cambios en la matriz de protección social que mejoró la cobertura de estas familias, permitieron reducir la pobreza absoluta de niños y adolescentes, pero a menor ritmo que para las personas de mayor edad.

    Estos hogares donde vive una proporción importante de los menores son vulnerables a cambios en las condiciones económicas, dada la precariedad del acervo de activos físicos y educativos con que cuentan. En parte, las políticas públicas demostraron capacidad de revertir los incrementos en la desigualdad en el mercado de trabajo, pero su incidencia de largo plazo es dudosa. Los cambios tecnológicos venideros profundizarán una estructura de la demanda laboral que afectará la empleabilidad y los niveles salariales de una alta proporción de los actuales padres de niños y adolescentes. En ausencia de políticas que actúen en el corto y largo plazo, una proporción de niños y adolescentes viven en contextos de fragilidad del punto de vista de los ingresos, que a su vez condiciona sus opciones vitales. Una agenda renovada exige esfuerzos de diseño de nuevas políticas y de priorización en la asignación de recursos hacia las cohortes más jóvenes. Avanzar en esta dirección implicaría apostar a continuar reduciendo desigualdades y brechas sociales, a cimentar una sociedad más cohesionada. Pero también implica asumir los costos políticos de corto plazo que toda priorización presupone.

    * Gelber, D. y Rossel, C. (2012). Structural Origins of Today’s Youth Poverty and Inequality in Youth Transitions: the Emblematic Case of Uruguay. Glo- bal Education Magazine, Vol 1.

    ?? Democracia, eficiencia y equidad en la era de la inteligencia artificial