N° 2032 - 08 al 14 de Agosto de 2019
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáCocaína que viene, que va, que sale de Montevideo, que se suma en el camino, que la agarran acá, que la dejan pasar. Información de momento sobre el narcotráfico que pasará y se olvidará. Démosle algo de contexto a esto de lo que mucha gente habla sin conocer algunos de sus vericuetos como asunto de Estado.
En la década de 1960 era legal vender y consumir cualquier tipo de drogas en Uruguay. Al influjo de la declaración de “guerra a las drogas” lanzada por el presidente Richard Nixon, Uruguay comenzó a castigar el uso de estupefacientes en 1974. Los primeros narcotraficantes formales que hubo en el país florecieron en la zona del litoral, contrabandistas que se reconvirtieron y en vez de garotos o cosméticos comenzaron a traer marihuana de la paraguaya ciudad de Pedro Juan Caballero. ¿Quién controlaba a esta primera generación de contrabandistas y a cambio de sobornos se la hacían fácil? Cuando no, la Aduana, o algunos de sus integrantes.
Cuando la Policía antidrogas se saneó internamente y salió a controlar, los desarticularon rápidamente.
La segunda generación de narcos locales, más avispada, fue en busca de contactos en Colombia, Bolivia y Perú, donde se produce la droga que deja buen dinero: la cocaína.
La mayoría terminó haciendo lo que en ese momento hacían los mexicanos: trabajar para carteles colombianos como transportistas. Los mexicanos, antes de rebelarse a fuerza de bala y quedarse con todo el negocio para construir las mafias más poderosas de la historia, llevaban los alijos colombianos a Estados Unidos (EE.UU.), la sociedad que más sustancias de todo tipo ha consumido en la historia de la humanidad. Cuando la droga llegaba a Uruguay, en cambio, el destino era Europa. En los países pobres se produce y en los ricos se consume.
El negocio se hizo más intenso en el sur del continente cuando Bill Clinton y el presidente colombiano Andrés Pastrana negociaron el Plan Colombia en 1998, una millonaria ayuda económica y en pertrechos militares que fue usada tanto contra los narcos como contra la guerrilla comunista.
En los 90 y en la década siguiente se produjeron en Uruguay las históricas requisas de cocaína, a fuerza de una brigada pequeña que atenuó la corrupción y se ganó la confianza de la agencia antidrogas de EEUU, la DEA, más el uso de informantes y de una tecnología que con el paso de los años se volvió obsoleta, al punto que aplicaciones como el WhatsApp y su cifrado punto a punto, son hoy un aliado de las mafias. En esos años pasó de todo: EE.UU. impulsó la definición de narcoterrorismo; los carteles colombianos perdieron pie ante los mexicanos; la CIA llenó de crack las comunidades negras en un horrendo experimento social que financió a los grupos anticomunistas en Centroamérica; etc., etc., y más etc.
¿En qué recodo del camino estamos hoy? En la década del 60 la heroína que llegaba de Asia a EE.UU. era cortada con mucha basura para estirarla y justificar el caro transporte desde tan lejos. Por ello, para experimentar el “beso de la muerte” —50 veces más poderoso que un orgasmo— había que pincharse las venas, demasiado violento para las clases medias y blancas norteamericanas. Hoy, los mexicanos descubrieron que una hectárea de amapola deja más que 10 de coca y empezaron a producir heroína de alta calidad. Se puede esnifar para que “el caballo” haga el efecto deseado. Ello, que instó al consumo en las clases medias, sumado a un excesivo uso de opioides por los médicos, que derivó en que los pacientes que no podían pagar los costosos seguros médicos obtuvieran el calmante con el dealer del barrio (más el fetanil chino, 100 veces más potente que la heroína), produjo la epidemia de los opiáceos que convirtió a la crisis del crack de los 80 en una fiesta infantil: más de 70 mil muertos por sobredosis al año, superando a los fallecidos en accidentes de tránsito.
Como la salida desde Centroamérica para que las mafias gallegas introduzcan la droga en Europa está muy controlada, los narcos vuelven a apostar fuerte a los menos quemados puertos y aeropuertos del Plata para llevar la cocaína hasta el corazón de Europa del Este y Asia.
¿Será que los países del sur dejaron alguna vez de ser uno, sino el principal, corredor hacia Europa? Por cada partida que cae, ¿cuántas pasan? No lo sabemos, pero sí sabemos cuántas pueden caer para que continúe siendo negocio.
Un kilo de cocaína pura, que se puede estirar hasta el doble: US$ 1.300 en Colombia, US$ 30 mil en EE.UU., US$ 50 mil en Europa, US$ 200 mil en el lejano oriente y Oceanía. Si de cada 10 envíos cayeran nueve, sigue siendo negocios.
En Uruguay el tráfico de pasta base que comenzó en 1999 cambió para siempre el mapa delictivo y, sobre todo, de la violencia; consolidó y territorializó a lumpen bandas en cuyo seno floreció el sicariato, que provoca la mayor cantidad de muertes por causas delictivas.
Hay un punto oscuro y terrible en este relato: nada de todo lo que ocurrió tiene un sentido ni una razón.
Desde el inicio de la guerra a las drogas lanzada por Nixon, el gasto se multiplicó de millones a miles y miles de millones; EE.UU., que trata el tema como un asunto de salud pública en su territorio, lo considera un asunto de seguridad fuera de fronteras y criminalizó el combate a la producción al punto que, por poner un ejemplo, mientras que en 30 años la guerra de Vietnam dejó 70 mil soldados americanos muertos, en 10 años la guerra a las drogas provocó 180 mil cadáveres en México; los cultivos aumentaron; el menú de drogas se diversificó siendo cada vez más baratas y potentes; y el lavado de dinero sostiene mega estructuras financieras a las que se hace la vista gorda porque la crisis que provocaría su caída sería descomunal.
EE.UU. no la lleva barata en materia de muertos con sus 70 mil al año, la misma cantidad que estadounidenses caídos en Vietnam.
Don Winslow, escritor de algunas de las mejores piezas literarias sobre los carteles de las drogas, dijo: “Cuando le preguntas a la gente cuál fue el conflicto más prolongado de Estados Unidos, suele responder que Vietnam o Afganistán, pero no es ninguno de los dos. La guerra más larga de Estados Unidos es la guerra contra la droga”.
La alusión a Vietnam cuando se habla de drogas tiene un sentido, porque así como la guerra contra el Vietcong generó una herida en la consciencia del pueblo estadounidense que duele aún hoy, esta otra guerra va camino de convertirse en algo parecido.
Los asesores y el pueblo de EE.UU. pidieron por décadas retirarse del sudeste asiático porque se sabía que iban a la derrota.
Ahora es peor, porque la guerra a las drogas se perdió hace años, y eso lo saben todos quienes tienen alguna relación con el asunto.
La imagen de sociedades intoxicadas, desmoralizadas, heridas de muerte en su espíritu, no está reflejada en alguien inyectándose o fumando sustancias como lo viene haciendo el ser humano desde el comienzo de los tiempos, sino que esa postal decadente la representan más fielmente las políticas delirantes de gobiernos que quieren cambiar haciendo más de lo mismo.
Y esto seguirá ocurriendo mientras que no haya abajo una masa crítica y la gente deje de creer que es realmente importante si la droga requisada subió acá o en la otra esquina; si bajó del avión tal o cual o si siempre estuvo en el fuselaje; si, en definitiva, no razonamos que cada requisa al narco es apenas un dedal sacando agua de una bañera con la canilla abierta.
Nada va a cambiar en este asunto si las sociedades no enfrentan el problema de las drogas con la actitud contenida en una frase atribuida al finado y archifamoso narcotraficante Pablo Escobar: “La mente es como un paracaídas. Si no se abre, no sirve de nada”.