Lisboa es cálida, en ella se respiran aires calmos, se ven sonrisas en la calle, alguna que otra moza baila mientras prepara el pedido de un cliente y en algunas zonas como Barrio Alto nadie se va a dormir temprano. Sus precios están por debajo del resto de las capitales europeas y los locales andan de chancletas casi todo el año, a pesar de vivir sobre calles adoquinadas y empinadas. Es descrita como “la reina de los mares” por la cantautora de fado Amália Rodrigues, es una “princesa” según Saramago y para el cantante Carlos do Carmo es “la mujer de su vida”, cuya luz es pura y parece estar bordada sobre sus edificios, como si estos fuesen de tela.
Sin embargo, por alguna razón, la capital portuguesa no figura ni entre las 20 ciudades más visitadas de Europa, según el portal alemán Statista y Euromonitor International. Con apenas un poco más de tres millones de visitantes por año, un número que crece desde antes de la pandemia, Lisboa raramente figura en el itinerario de un paseo promedio por el Viejo Continente, tanto para extranjeros como para europeos. Londres (19,6 millones de visitantes por año), París (19,1 millones) y Estambul (14,7 millones) ocupan los primeros puestos.
Una ciudad más latina. Me recibió con aire húmedo, el cielo totalmente nublado y una temperatura templada. Un clima excepcional, ya que el sol rara vez se esconde en Lisboa. En el ómnibus que tomé para ir al centro solo se escuchaba portugués. Una pareja discutía al lado mío, otra se besaba y reía mientras charlaba, y una señora comía papas chips contemplando el paisaje que transcurría por la ventanilla. Se escuchaban conversaciones y había ruido, algo diferente a otras ciudades europeas, donde parece estar prohibido charlar o hacer contacto visual en el transporte público. En Lisboa se respira un aire más latino.
En la tarde me dirigí a Alfama, su barrio más popular. En el Mirador de Santa Lucía —el más pintoresco de toda la ciudad, de tamaño pequeño, columnas con enredaderas y asientos cubiertos de azulejos con arabescos blancos y azules—, un joven de lentes oscuros cantaba y tocaba la guitarra con el gran río Tejo de fondo. No sonaba Shape of you de Ed Sheeran, Let it Be de Lennon, Despacito de Fonsi o Hallelujah de Cohen, como sucede en la mayoría de las capitales. Cantaba en el idioma local un fado, la expresión musical del alma lisboeta. Es una música dulce, cálida, melancólica y desprende algo de tristeza. Encanta a cualquier oído sensible y se podría escuchar el día entero.
Una ciudad que canta. Santa Lucía es vecino del popular Mirador das Portas do Sol; juntos son los dos miradores más conocidos de Alfama. A diferencia de Barrio Alto y Chiado, los más elegantes, donde intelectuales organizaban tertulias en los siglos XIX y XX, Alfama y Madeira son los barrios bohemios de Lisboa. El primero es el más antiguo de la ciudad y el único que sobrevivió al terremoto de 1755. Construido por los invasores árabes entre 711 a 1147, fue mayormente ocupado por marineros y trabajadores portuarios a lo largo de su historia. Se dice que en este barrio siempre se cantó y es la razón por la que es imposible hablar de Lisboa sin mencionar su música.
Se estima que alrededor de 1820 el fado comenzó a sonar por las calles de la zona. Originalmente cantado solo por mujeres, este género tiene, desde sus orígenes, influencias africanas y brasileñas. Sus sonidos, que provienen de guitarras con 12 cuerdas y una caja armónica en forma de pera, acompañan voces fuertes. Cada canción desprende saudade, aquel sentimiento de añoranza, melancolía, deseo y nostalgia y cuya palabra no tiene traducción directa a ningún otro idioma. A pesar de haber sido vetado en la radio y televisión durante 30 años con la vuelta de la democracia por asociarse al Estado Novo, el régimen dictatorial más largo de Europa (entre 1926 y 1974), el fado logró mantenerse vivo en los bares, burdeles y rincones de Alfama. Tanto es así que en 2011 la Unesco declaró a este género musical como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.
Las voces de Rodrigues, de Alfredo Marceneiro y de varios otros músicos se escuchan hoy en las radios de los restaurantes, así como las de los artistas callejeros en cada rincón de Lisboa. Parece que la música se encargó de marcar el ritmo y personalidad de esta capital, o quizá fue a la inversa, y ambas encantan a todo aquel que camine por las angostas, adoquinadas y empinadas callecitas de cualquier barrio.
Una ciudad hacia arriba. Lisboa no es un lugar para cualquiera. Quien la visite debe saber que hará ejercicio, del que más quema en las piernas, cada día de su viaje. San Jorge, San Vicente, San Roque, Santo André, Santa Catarina, Chagas y Sant’Ana son las siete colinas sobre las que se construyó esta ciudad. Las subidas, siempre bien empinadas y no siempre transitadas por tranvías, hacia cualquiera de sus barrios hacen pensar varias veces si vale la pena el esfuerzo.
Todos los tranvías —llamados elétricos por los locales— son antiguos, su interior es de madera, tienen detalles en dorado y asientos de cuero. Por fuera, varios están graffiteados por completo y otros están pintados de amarillo y blanco. Son pequeños, circulan abarrotados de turistas y lisboetas, hacen ruido al pasar y son lo más característico de las ciudades grandes portuguesas. También se ven en Oporto, Coimbra, Sintra y Braga. Como representantes del país, los acompañan los pasteles de nata, las sardinas, el bacalao y el licor Ginjinha, el vino y los miradores, en la lista de cosas típicas.
Recorrer esta ciudad es sin duda una experiencia distinta a la de pasear por alguna otra urbe europea. Su urbanismo es todo menos ordenado y simple. La mayoría de las pastelerías, cafés y bares ofrecen solamente un espacio interior, debido a lo angostas, casi inexistentes, que son las veredas. En muchas se llega al punto de tener que transitarlas al mejor estilo “camino de hormigas”. Pero es un lindo desorden y se vuelve todavía más pintoresco cuando se llega a alguno de los más de 20 miradores.
Desperdigados por la ciudad, cada uno tiene su propio estilo y vistas. Si se decide ver el atardecer desde el este, hay que ir para el lado de Alfama y el Castillo de San Jorge. Pero es por el oeste que hay que mirar a Lisboa desde la altura. Especialmente desde el Mirador de San Pedro de Alcântara. Es desde allí que uno se da cuenta de que son la luz y los colores que hacen de Lisboa una ciudad tan encantadora. Aquí la cantidad de turistas es menor y cada centímetro de la ciudad se ve anaranjado. Con artistas de fado tocando música en vivo, un mercado de comidas y bancos desperdigados, esta vista deja boquiabierto a todo visitante.
Una ciudad con azulejos. Uno sabe que está en Lisboa cuando pide una cookie en un café y viene servida en un azulejo. Estas piezas de cerámica están en todos lados y son un verdadero patrimonio nacional. Pocos son los edificios que no están cubiertos de ellas y es difícil no detenerse en cada pared para mirar sus detalles y colores. También se encuentran en el interior de algunos lugares, ya que en sus orígenes ese era su principal uso. Con dibujos geométricos, diseños vegetales, de dos, a veces tres colores, o incluso más de 30, que unidos conforman una pintura de una pared entera, cada pieza revela la rica historia con diversas influencias culturales que ha tenido Portugal. De hecho, el término azulejo proviene del árabe al-zulaich, que significa “pequeña piedra lisa y pulida”. Los primeros azulejos en llegar a Portugal eran árabes, importados desde Sevilla, Valencia, Málaga y Toledo en los siglos XV y XVI. El motivo de lacería era el que predominaba en ese entonces. Un siglo más tarde, se comenzó a notar la influencia italiana y la del norte de Europa en los azulejos con patrones de formas geométricas. Visitar el Museo Nacional del Azulejo es una parada obligada para aprender sobre estos pequeños cuadrados, los conceptos detrás de sus diseños y los usos en distintas culturas. También lo es la tienda-atelier XVIII - Azulejo & Faiança. Aquí los azulejos están apilados en cajas de madera, ordenados por diseño y épocas de inspiración. La cantidad que hay es impresionante y la elección de cuál comprar se hace difícil. Vistiendo largas túnicas blancas, rodeados de cerámicas y pinturas sobre todo azules y amarillas, los artesanos los pintan a la vista del público, lo que hace de la tienda un museo en sí mismo.
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