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Calles libres también para ellas

Las mujeres viven la ciudad desplegando estrategias por su seguridad que los hombres ni contemplan. En la noche no cruzan parques y evitan andar solas para evitar a toda costa ser víctimas de acoso callejero

Editora Jefa de Galería

Las mujeres y los hombres usamos la ciudad de forma distinta. No tiene que ver con gustos, ni diferencia de actividades, ni horarios. No tiene que ver con que unos caminan más y otros menos, o con el mayor o menor placer por la contemplación de la arquitectura o por el disfrute de los espacios verdes. Tiene que ver con el miedo que tiene la mujer de circular por la ciudad. Y no es el mismo miedo que también puede tener un hombre a que le roben sus pertenencias materiales. Es el miedo a sufrir la violencia del acoso callejero.

Las mujeres viven la ciudad desplegando estrategias por su seguridad que los hombres ni contemplan. En la noche no cruzan parques y evitan andar solas por la calle, y si lo hacen, toman taxis o contratan vehículos por aplicaciones, lo que implica un costo. Circulan por lugares transitados. No pueden usar cualquier ropa. Cruzan de vereda si identifican alguna situación de peligro, como un grupo de hombres o una obra en construcción.

Esto sucede acá y en prácticamente todas las ciudades del mundo. De hecho, se han creado programas internacionales para sensibilizar y tomar medidas al respecto.

Toda mujer sabe de lo que estamos hablando, pues seis de cada 10 mujeres sufrieron alguna vez una situación de acoso callejero, y el 63% de ellas lo enfrentaron por primera vez antes de los 17 años. Estos datos, que resultan de un estudio realizado recientemente por la Usina de Percepción Ciudadana, encargado por L’Oréal Groupe, visibilizan lo que viven las mujeres en la calle desde su más temprana adolescencia.

Mientras los hombres van por la ciudad muy tranquilos y despreocupados, pensando en sus quehaceres, las mujeres van mirando para todos lados, decidiendo si cruzan o se quedan por esa vereda, si van por ese camino o si mejor se toman un taxi. Esto es injusto. Una vez más, la realidad es injusta con las mujeres por el solo hecho de ser mujeres.

Cuando seamos testigos de una situación de acoso callejero, tenemos que intervenir: hablarle a la víctima como si la conociéramos, dirigirnos directamente al acosador para condenarlo frente a todo el mundo Cuando seamos testigos de una situación de acoso callejero, tenemos que intervenir: hablarle a la víctima como si la conociéramos, dirigirnos directamente al acosador para condenarlo frente a todo el mundo

La gravedad de esta injusticia es que está tan naturalizada que ni las propias mujeres se dan cuenta de que eso no debería ser así. Entre ellas se cuidan, se pasan consejos, se comparten estrategias para evitar a toda costa ser víctimas de acoso callejero. Pero ¿qué pasa cuando sucede? Cuando un hombre al pasar le dice una obscenidad o le mete la mano por debajo de la pollera. O un tipo en el ómnibus la mira fijo durante todo el viaje y se baja en la misma parada que ella. Cuando detecta a un desubicado que la está mirando y ve que se está masturbando. O cuando, una vez más, al salir con sus amigas y cruzarse con un grupo de adolescentes alguna mano se desliza para manosear. Y aquí vale preguntarse: ¿en qué momento estos hombres se sienten con el derecho de hacer eso? Y si es tan común y a tantas mujeres les pasa, es porque son muchos los hombres que lo hacen. ¿Quiénes son? Habría que hacer la encuesta entre los hombres, si alguna vez tocaron a una mujer en la calle sin su consentimiento, a ver qué resultado da, en el hipotético caso de que todos dijeran la verdad.

Todas esas situaciones afectan la integridad psicológica de las mujeres, que se sienten humilladas, violentadas, además de que les limitan la forma en que acceden a la ciudad, porque no pueden usar libremente el espacio público. Y eso a los hombres que lo hacen no les importa, ni los detiene.

Las autoridades departamentales ya están trabajando desde hace unos años en la implementación de ciertas medidas para combatir el acoso callejero, como la difusión de campañas de sensibilización en medios de transporte, empresas de construcción, boliches y entre cuidadores de coches. La iluminación de espacios públicos también es otra de esas medidas. Al respecto, utilizo este espacio para hacer una propuesta: que después de las 23 horas los ómnibus puedan parar, para el ascenso y descenso de pasajeros, en cualquier momento de su recorrido y no solo en las paradas, con el objetivo de que las personas acorten las distancias de caminata hacia y desde las paradas, y no corran el riesgo de perder el ómnibus en horario nocturno y quedar esperando largo rato al siguiente.

Más allá de las autoridades, está claro que entre la sociedad civil este tema tiene que ponerse sobre la mesa y ser encarado de una vez por todas. Las mujeres tenemos que empezar a denunciar estas situaciones, y no es con la Policía; las denuncias se hacen vía web, por teléfono, por WhatsApp o en la aplicación de la Intendencia de Montevideo, como se informa en la nota que María Inés Fiordelmondo escribió esta semana sobre este tema.

Pero lo que tenemos que empezar a cambiar es la indiferencia crónica. Esa naturalización que hacemos del tema, como si dijéramos: “es así y tendremos que vivir con ello”. Pues no. Visibilizar es visibilizar, dejar en evidencia. Cuando seamos testigos de una situación de acoso callejero, tenemos que intervenir: hablarle a la víctima como si la conociéramos, dirigirnos directamente al acosador para condenarlo frente a todo el mundo (si es que hay más gente). Debemos estar todos unidos en una cruzada por la eliminación del acoso en las calles, pero para eso primero tenemos que reconocer que pasa y verlo. Después, evitarlo.