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Hace años, cuando los euroescépticos del Reino Unido estaban a punto de ganar el Brexit, en una cena me tocó de compañero de mesa Norman Foster. Le pregunté si era partidario o no de salirse de la Unión Europea y me contestó que hasta unos días antes no. “Al fin y al cabo tengo obras en muchos países, pero estoy empezando a ver el punto de vista de los brexiteers”. A mi pregunta de por qué había cambiado de opinión, me explicó que la sobrerreglamentación de Bruselas en ámbitos que iban desde la agricultura al comercio, como en otros muchos campos, era difícil de aceptar para un país que siempre ha sido una isla. “Fíjate” —añadió con flema británica—, “pero si incluso pretenden decirnos qué tamaño deben tener nuestras salchichas”. He recordado esta vieja anécdota porque acabo de enterarme de que las dificultades que todos encontramos al beber agua de las nuevas botellitas de plástico que tanto proliferan obedece a que, por una disposición de Bruselas, el tapón debe ir pegado al cuello de la botella. Resultado: imposible beber sin ponerse hecho una sopa. “Se trata de una medida para evitar la proliferación de plásticos”, me dijo el otro día una amiga muy concientizada con esto del reciclaje y el cambio climático. A mí que me perdonen, pero me parece una solemne bobada. Si lo que quieren es evitar plásticos, ¿no sería más lógico prohibir del todo este tipo de botellitas enanas que apenas sirven para apagar la sed, o que repusieran las diversas fuentes que antes había en ciudades y pueblos? Siempre me ha fascinado la figura de esos burócratas que desde un despacho se dedican a crear disposiciones que afectan a millones de personas. El caso más paradigmático es el de aquellos políticos y funcionarios europeos del siglo XIX que, escuadra y cartabón en ristre, se afanaban en trazar las fronteras de países asiáticos y africanos. Así, pinto pinto gorgorito, sin reparar en tribus ni etnias ni ninguna otra particularidad de la región, crearon países que aún hoy son víctimas de tal dislate.
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Pero sin duda el país con leyes más locas es, cómo no, el Reino Unido. Resulta que, si una ballena aparece muerta en una playa británica, la cabeza es del rey. La cola en cambio es para la reina “por si quiere hacerse un corsé”. Pero sin duda el país con leyes más locas es, cómo no, el Reino Unido. Resulta que, si una ballena aparece muerta en una playa británica, la cabeza es del rey. La cola en cambio es para la reina “por si quiere hacerse un corsé”.
Ya sea por inoperancia o por mala fe, existen leyes y disposiciones tan disparatadas que da la impresión de que vivimos en Turulatolandia. No quiero darles la plasta hablando de recientes disparates político-judiciales patrios, mejor sonreír con leyes locas de otros países. ¿Sabían ustedes que en Francia, casi doscientos años después de su muerte, está prohibido llamar a un cerdo Napoleón? ¿Y que en Tropea, una población costera de Italia, se prohíbe a las “mujeres feas, gordas o poco atractivas” pasearse desnudas por la playa? Pero sin duda el país con leyes más locas es, cómo no, el Reino Unido. Resulta que, si una ballena aparece muerta en una playa británica, la cabeza es del rey. La cola en cambio es para la reina “por si quiere hacerse un corsé”. ¿Y qué tal estas otras leyes sensacionales? Una embarazada puede orinar donde le plazca, incluso en un casco de policía. O si no esta otra disposición que seguro encantará al rapero Pablo Hasél, condenado por divulgar canciones injuriosas contra el rey Juan Carlos: en Inglaterra se considera un acto de traición pegar cabeza abajo un sello de correos en el que aparezca la imagen de un miembro de la familia real. Y luego están estas dos que me chiflan: es ilegal morir en el Parlamento británico, mientras que en la ciudad de York es legal matar a un escocés dentro de las murallas de la ciudad… pero solo si él lleva arco y flechas. Para hablar de leyes absurdas más actuales, basta echar un vistazo a las normativas creadas por burócratas de Bruselas que lograron sublevar a agricultores de todo el continente, ahogados por disposiciones que en muchos casos hacen que ni siquiera cubran gastos. Y así andamos. Con el sentido común más escaso cada día a saber con qué disposición disparatada nos sorprenden mañana porque, como decía Tolstói, es más fácil hacer leyes que gobernar. Y aquí les dejo con este otro pedazo de sabiduría, esta vez de Montesquieu: “Leyes inútiles debilitan las necesarias”. Suerte que estamos de vacaciones y la ley que ahora rige es mi favorita: Il dolce far niente. Feliz verano a todos.