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El año pasado sufrimos las consecuencias de 17 meses de sequía y se nos acabó el agua potable. Este año estamos enfrentando los desastres de las inundaciones provocadas por las intensas lluvias al sur de Brasil. El estado de Río Grande del Sur está viviendo la peor catástrofe climática de las que haya registro en su historia. Casi todo lo necesario para la actividad económica está destruido: tiendas, fábricas, granjas, campos. El aeropuerto de Porto Alegre, su capital, se prevé que estará cerrado por meses. Hay carreteras arrasadas y puentes destruidos. Se cuentan ya más de 160 muertos y 2,3 millones de damnificados.
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En Uruguay, gran parte del país (10 departamentos) registró un total de 4.209 personas desplazadas a causa de las inundaciones, de las que aún quedan alrededor de 500 fuera de sus casas. El desborde de ríos y arroyos ha provocado que varias carreteras queden cortadas, afectando la logística de actividades económicas y sociales así como de ayuda humanitaria.
Más allá de que estas variaciones extremas que llevan de una intensa sequía a inundaciones fuera de cualquier rango respondan a lo que los expertos venían adelantando sobre el pasaje del fenómeno de La Niña (que provocó los meses secos) al de El Niño (que trajo las interminables lluvias), queda más que claro que el cambio climático se está manifestando cada vez con mayor impacto.
Viendo cómo la naturaleza se expresa hoy y las graves consecuencias que esto puede causar en la gente y, por ende, en los gobiernos, que deben enfrentar profundas crisis humanitarias, económicas y ambientales, queda por preguntarse qué medidas van a tomar esos mismos gobiernos para intentar hacer frente al cambio climático.
Brasil contiene uno de los mayores pulmones del planeta y su implacable deforestación es una interminable pesadilla para el medio ambiente, que data de muchas décadas y que nunca se atacó con la profundidad, seriedad y efectividad que se debe. Saben que están haciendo mal, pero firman la Agenda 2030 para el cambio climático, mientras los bosques siguen desapareciendo. Saben que están devastando, pero los intereses económicos y corporativos pesan más. Ahora que la naturaleza se expresó de manera contundente y feroz, ¿comprenderán de lo que estamos hablando?
Destruir la casa en la que vivimos no parece tener ningún sentido. ¿Qué nos quedará después? ¿A dónde iremos? ¿Cómo viviremos?, o ¿cómo vivirán nuestros nietos y bisnietos? Solo queda imaginar un futuro devastado, sombrío y sin gente, como una película distópica.
“¿Cuál es la raíz de este extraño comportamiento de nuestra especie hacia el mundo natural? ¿Es un rasgo biológico o cultural? ¿O tal vez ambas cosas?”, se pregunta Sebastián Peña Escobar, el director de Los últimos, un documental que se estrenó la semana pasada en cines, que sigue a tres escépticos ecologistas en un viaje hacia los últimos bosques vírgenes de Paraguay, mientras debaten sobre el futuro de nuestra especie. Quieren filmarlos antes de que desaparezcan, pero cuando llegan, un enorme incendio forestal acecha en la zona. El debate es recurrente entre Ulf, un alemán especialista en mariposas nocturnas, Jota, un paraguayo considerado el mayor experto en aves del país, y Sebastián, un confeso enamorado melancólico de los bosques, sobre la naturaleza del comportamiento humano, las consecuencias de la deforestación, la realidad del cambio climático y el futuro de nuestra especie. “Esto es ignorancia”, sentencia Ulf. “¿De dónde viene el humano? De la sabana. Y es diurno. La noche es miedo. El bosque es miedo”. (...) “La humanidad va a su exterminio, directamente”. “Bajar el crecimiento y reducir la población es la única forma, pero eso es imposible. No”.
Estos trabajos cinematográficos son tan necesarios para crear conciencia como dolorosos de ver, por la impotencia que provocan. ¿Habrá algo que de verdad podamos hacer?