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Nostalgia de la hipocresía

La hipocresía ha rendido a la sociedad un servicio impagable, el ser el freno natural de los políticos. Eso que ahora llamamos “líneas rojas” no son más que reglas no escritas que marcan una frontera que no conviene traspasar

Columnista

Me habrán oído comentarlo más veces: soy gran partidaria de la hipocresía. La considero uno de los pilares de la civilización, una práctica generosa y muy necesaria para la convivencia. ¿Se imaginan que todos fuéramos por ahí diciendo lo que pensamos o comportándonos como realmente somos? El mundo sería invivible o habría explotado siglos atrás. Porque —como también me habrán oído decir, al ser una de mis citas favoritas— la hipocresía (La Rochefoucauld dixit) es “el homenaje que el vicio rinde a la virtud”. Los que no valoran esta cualidad como positiva tienen una visión muy elemental de la hipocresía. Piensan de inmediato en un pelota o en un fariseo dándose golpes de pecho mientras practica lo contrario de lo que predica. Obviamente la hipocresía tiene esa cara negativa, pero tiene otra mucho más útil a la ciudadanía. Acorde con la máxima de La Rochefoucauld­, la hipocresía hace que los que no son virtuosos, en aras de parecerlo acaben acometiendo acciones que son positivas para la sociedad. ¿Qué importa, por ejemplo, que un tiburón de las finanzas al llevar a cabo una acción filantrópica lo haga no por su buen corazón, sino para quedar ante la comunidad como una persona comprometida y generosa, o que un individuo de escasa catadura moral intente redimirse donando una fortuna a una causa noble? Cuantos más truenos vestidos de nazarenos haya por ahí, mejor para todos. La hipocresía ha rendido a la sociedad otro servicio impagable, el ser el freno natural de los políticos. Eso que ahora llamamos “líneas rojas” no son más que reglas no escritas que se respetan porque marcan una frontera que no conviene traspasar. Son imperativos categóricos que dividen el vicio de la virtud y que se acatan, incluso por parte de los menos virtuosos, porque así lo demanda ese ente difuso y a la vez tan necesario que llamamos sociedad. ¿Pero qué pasa cuando un político de una sociedad avanzada traspasa —como sucede cada vez con más frecuencia— una de esas líneas rojas, algo que hasta ahora solo ocurría en los países poco democráticos? Ocurre que descubre, oh, sorpresa, que no pasa nada. Como descubre también que nada ocurre si prescinde de la hipocresía que hasta ahora le hacía comportarse como una persona mucho mejor de lo que realmente es. Para mí, el ocaso de la hipocresía en sociedades cultas y avanzadas es una mala noticia. Tomemos el caso de Trump, por ejemplo. En su primer mandato todavía rendía a la virtud ese homenaje del que habla La Rochefoucauld. Ahora en cambio ni se toma la molestia de disimular. Para nombrar solo el último de sus disparates, acaba de decir públicamente que los inmigrantes “no son personas”. Otro que ha prescindido de la hipocresía es Putin. En los primeros años de putinato, sus simulacros de elecciones democráticas eran menos burdos y sus asesinatos más taimados y por tanto menores en número. Ahora en cambio hace alarde de sus transgresiones, ha convertido, por tanto, y en el peor sentido de la expresión, sus vicios en virtudes. Otro alumno aventajado de esta tendencia es Pedro Sánchez. ¿Para qué disimular y hacer simulacros de virtud? Hace ya tiempo que ha perdido la vergüenza y descubierto que todas sus transgresiones son aceptadas. Porque a estas alturas, y como señalaba Félix de Azúa en un artículo reciente, “ha conseguido que la gente ingenua crea que los socialistas construyen un Estado más fuerte, cuando en realidad se lo están apropiando”. Porque otro de los efectos indeseados de la falta de vergüenza, de pudor, de hipocresía, o como quieran llamarlo, es que deja al personal estupefacto y sin capacidad de reacción, lo que les permite ir de tropelía en tropelía hasta la victoria final. Ante semejante panorama, uno se pregunta adónde podemos llegar y la respuesta no parece demasiado optimista. Confiemos al menos en que, ahora que las líneas rojas y la sana hipocresía han desaparecido por completo de la vida política, todavía funcionen algunos equilibrios de poder. Al menos los suficientes para ver cómo se cumple aquella premisa de Abraham Lincoln, según la cual se puede engañar a algunos todo el tiempo y a todos algún tiempo, pero no se puede engañar a todos todo el tiempo.