El nombre suyai quiere decir “esperanza”, en mapuche. “Tiene que ver con la esperanza que tengo, tuve y tendré, y que todo ser humano debería tener”, dice. A medida que comenzó con los talleres, empezó a ser consciente de “todo lo que genera” la actividad en tan solo dos horas, entonces, pensó en extrapolar la experiencia sensorial a todos los contextos. Desde cumpleaños con talleres personalizados hasta workshops para el ámbito corporativo, talleres para niños, adultos, exclusivos para hombres, para expatriados, y para mujeres privadas de libertad.
Los grupos son reducidos, idealmente de un máximo de 20 personas. “No me interesa hacerlo para cientos, con eso se me pierde la intención y la meditación previa. Yo quiero ver a las personas”, explica.
El ovillo de lana
La lana es un material con trabajo detrás, es cálida y huele a campo; “es muy noble”, y abrazar o acariciar un ovillo natural es un acto muy dulce, de conexión con la tierra. Ese es el primer paso de los talleres de Suyai, “intencionar el ovillo”, “entregarse” a él. Allí es cuando comienzan a aparecer las primeras sensaciones: alegría, tristeza, recuerdos felices, otros no tanto, y lo mejor de todo eso es que se puede compartir. “Es ponerle todo el amor, dar lo mejor de uno y cada vez que veas esa manta que tejiste, te vas a acordar de eso en lo que pensaste”, explica Carpaneto.
Después de ese momento de intimidad con el ovillo, que pronto será una manta, se logra otra apertura, agrega. “No necesitás habilidades escondidas para tejerla, todo el mundo lo puede hacer”. Cuando se teje con los brazos, la lana siempre está en contacto con el cuerpo y el tejido va creciendo por encima de uno.
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En Suyai se enseña a tejer mantas de lana con los brazos
Mauricio Rodríguez
El material que se utiliza en los talleres de Suyai es 100% de origen uruguayo. Son ovillos de lana corriedale —a veces también se usa merino, pero es más caro porque es un tipo de lana que utiliza la indumentaria— de color crudo, aunque para los talleres de niños se pueden teñir.
En la mayoría de los casos, la lana viene de donaciones resultado de “tocar puertas” y trabajos voluntarios.
El producto final es una manta artesanal; ninguna va a quedar igual a la otra. “Si vos venís medio nervioso, te va a quedar todo un poquito más apretado. Si venís más relajado, todo más suelto. Si tuviste un día malo y conseguiste relajarte, lo vas a ver reflejado en la manta. Yo siempre lo digo, es como ir al psicólogo, cuando ponemos la manta sobre la mesa analizamos todo eso que te fue pasando”, cuenta Carpaneto.
Si aparecen errores, se puede destejer y volver a tejer. “De todo se aprende. Hay veces que por comerse un punto aparecen unas guardas divinas”.
Suyai en cárceles
Primero, Suyai llegó a diferentes barrios vulnerables, donde la idea era enseñarles a mujeres a tejer con este método para que se volvieran el primer eslabón de una cadena y enseñen a otras, y así pudieran trabajar con eso. Después, Carpaneto incursionó en talleres específicos para la tercera edad y, por último, se enfocó en mujeres en la cárcel.
“Empecé a investigar y me topé con la realidad de las cárceles. Ahí la mujer es mucho más olvidada que los hombres, está más en soledad, menos en comunión”, observa. Todo eso la impulsó a presentar su programa en el Instituto Nacional de Rehabilitación.
Lo probaron primero en la unidad cinco, que es “la más compleja de todas” con 50 mujeres divididas en cinco grupos de 10. Los primeros talleres fueron allí mismo, en sus espacios. Espacios precarios, llenos de gritos, cargados de abandono, con olores. “Están encerradas, con todo lo que significa el encierro, y Suyai aparece como una herramienta transformadora de todo eso”, describe la tallerista.
Finalmente, el Ministerio de Educación y Cultura declaró el programa de interés educativo y la Organización de Estados Iberoamericanos, de relevancia en la promoción de los derechos humanos.
Algunas de estas mujeres decidieron regalarles las mantas a sus hijos y otras a sus madres, quienes nunca habían confiado antes en ellas.
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Mauricio Rodríguez
Galería estuvo en la última actividad de Suyai en el centro penitenciario Las Rosas, en Maldonado, que tiene 1.000 reclusos hombres y 90 mujeres, de las cuales 20 participaron en los talleres en cuatro grupos.
En cada turno, en una salita que supo ser un salón de belleza improvisado, cinco sillas esperaban a las participantes con un ovillo de lana delante. Ellas aparecieron haciendo mucho ruido, arrastrando las sillas, soltando risas cómplices y algunos codazos.
Tatuajes. Trenzas. Uñas comidas. Tos. Rascadas. Abstinencia. Temblores. Y parte de todo eso era Agustina. Por razones obvias no los tendría, pero aparentaba de 15 o 16 años, por su complexión y por su actitud: “¡Ay, que alegría que tengo!”. La emoción les parecía algo desmedida a sus compañeras, a juzgar por las primeras miradas. Después, cambiaron de opinión.
La tos interrumpía a Carpaneto cuando intentaba explicar la importancia del momento presente: “Es un regalo que se están dando”. Las mujeres tomaron el ovillo, algunas lo acariciaron, otra lo empezó a desarmar, esclava de su ansiedad. Agustina enseguida lo abrazó con fuerza, cerrando los ojos y balanceándose hacia los lados. Soltó una risa: “¡Me da ternura!”.
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Mauricio Rodríguez
Todas coincidían: el ovillo les transmitía paz, tranquilidad, les hacía recordar objetos, momentos, y hasta “sentirse ellas mismas”.
Daniela, otra participante que al principio parecía de pocas pulgas y difícil de ablandar, reflexionó después de darle al ovillo un buen abrazo que le recordaba su maternidad y “lo humana” que era, como si esas dos cosas pudieran olvidarse.
Siguieron las indicaciones de Carpaneto, el paso a paso, pero se dispersaban mucho. Paciencia, memoria y concentración no era la fórmula que mejor les quedara. “Acá me perdí acomodando a la vaca”, dijo una. “¡Al revé’ la mano, doña!”, se corregían. Algo aprendían. Cuando les salía alguna cosa bien, enseguida se levantaban de la silla para mostrárselo a su operadora penitenciaria.
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Mauricio Rodríguez
También comenzaban a surgir algunas inseguridades: “¿Va bien la mía?”, preguntó la que en lugar de haber mantenido los 13 puntos del principio ahora tenía 17. Tuvo que colocar su manta sobre la mesa para encontrar cuál era el problema y dónde se había equivocado: “¿Qué hacemos cuando hay un error?”, preguntó Carpaneto, a lo que ella sola se respondió: “Destejemos y volvemos a tejer. En la vida todos nos equivocamos”. Las chicas guardaron silencio, pero Daniela lo rompió: “Justamente por eso estoy acá”.
Soltando el punto viejo y tomando el nuevo, una acción que en realidad escondía un gran significado metafórico, los ovillos se fueron achicando. “¡Te está quedando rebonita, boluda!”, se alentaban.
La manta de Agustina era la que avanzaba más rápido, pero no por eso se agrandó. Ayudó a dos de sus compañeras a poder terminar la propia, cuando una de ellas pensaba que no podría hacerlo. Al final, intercambiaron choques de cinco.
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Mauricio Rodríguez
“Siempre terminamos a los abrazos”, cuenta Carpaneto. “Y no lo hago por mí, lo hago por ellas. Porque muchas veces cuando uno hace un trabajo así, voluntario, también lo hace por uno; yo creo que con estas cosas aportamos un granito de arena para todos”.
El producto final era mucho más que una pieza de lana; era el resultado de hilvanar sus esperanzas, era el placer de silenciar su cabeza por unos minutos, era una nueva forma de mirarse a sí mismas y perdonarse, dándose una segunda oportunidad como mujeres capaces, que se equivocan, como todas, pero que si pueden tejer una manta con los brazos sin haberlo hecho nunca antes en la vida, también pueden salir adelante de lo que sea que las estuviera apesadumbrado. Mucho más que un taller, Suyai es el principio de muchos otros caminos por tejer.