Julián quiere ir con más frecuencia al gimnasio, pero no tiene tiempo. Le gustaría leer más, pero no tiene tiempo. Quisiera ir caminando a su trabajo, pero no le da el tiempo.
¿Todo el tiempo con el celular? Especialistas sugieren que puede encuadrarse dentro de una adicción; el gran desafío es su validación social y alcance sin precedentes
Julián quiere ir con más frecuencia al gimnasio, pero no tiene tiempo. Le gustaría leer más, pero no tiene tiempo. Quisiera ir caminando a su trabajo, pero no le da el tiempo.
Accedé a una selección de artículos gratuitos, alertas de noticias y boletines exclusivos de Búsqueda y Galería.
El venció tu suscripción de Búsqueda y Galería. Para poder continuar accediendo a los beneficios de tu plan es necesario que realices el pago de tu suscripción.
En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáDicen que cuando uno está feliz, el tiempo parece evaporarse, pero este no sería su caso. Más bien, todo lo contrario: Julián está más ansioso, le duele la espalda y el cuello, tiene dificultades para dormir y nunca le dan las horas para hacer todo lo que quiere o tiene que hacer.
Julián dice no tener tiempo, pero su promedio diario de uso del celular marca cinco horas. Para eso parece tener cada vez más tiempo. Sin embargo, a nadie le llama la atención; justamente, porque Julián no es ninguna excepción. Resulta que a escala mundial las personas pasan, en promedio, cinco horas y un minuto por día mirando su celular, según un estudio de la empresa de telecomunicaciones Telefónica. Este uso, a grandes rasgos, se divide entre enviar o responder mensajes de WhatsApp y scrollear en redes sociales, como Instagram, Facebook, TikTok o YouTube.
Cinco horas. Dicho así no parece tan grave. Cinco horas por día, no obstante, equivalen a más de un día entero a la semana y, si se sigue la cuenta, a casi una semana entera por mes. Ahora, si se restan las horas de sueño, el uso del celular pasa a representar cuatro meses enteros en un año de vida de una persona despierta. Si nada cambia, en los próximos 10 años una persona habrá pasado el equivalente a tres años completos de su vida con el cuello doblado frente a la pantalla de su celular.
Y mejor ni hacer la cuenta con países que reportan el mayor uso de celular en la región, como Brasil, que registra hasta nueve horas diarias, o Colombia, que promedia siete, de acuerdo al informe de la agencia creativa We Are Social.
Mucho se habla del acelere de los tiempos que corren, de los desafíos cada vez mayores de encontrar tiempo libre entre agendas que se perciben cada vez más apretadas, de la dificultad de encontrar un balance entre vida laboral y personal, etcétera.
Por otro lado, uno de los grandes problemas de fondo se agudiza de forma progresiva, callada pero intensa. Los especialistas ya se atreven a afirmarlo: estamos ante una epidemia silenciosa de adicción al celular.
Si bien el último Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM-5) no la incluye específicamente como una adicción conductual —como sí lo hace, por ejemplo, con los trastornos de juego por internet—, expertos coinciden en que sí existe un comportamiento adictivo asociado al celular.
Para Pablo Rossi, director general del centro de rehabilitación Fundación Manantiales, “falta cada vez menos” para que sea incluida dentro del manual. “El uso patológico de pantallas cumple ya con muchos de los criterios diagnósticos establecidos para las adicciones conductuales”, apunta. Dice que el teléfono, a diferencia de una sustancia, es un vehículo que concentra múltiples reforzadores adictivos, como las redes, los videojuegos, las apuestas, la pornografía y las notificaciones constantes. “Esto lo hace especialmente insidioso”, agrega. Sin embargo, el impacto en la salud mental del abuso del teléfono está subestimado “de forma profunda y preocupante”, opina.
Desde la Sociedad Uruguaya de Psiquiatría concuerdan en que ese pequeño dispositivo “se ha convertido en un acompañante permanente de todos nosotros”. Así lo afirma su presidente, Artigas Pouy. Aunque esa compañía no signifique por sí misma una enfermedad —como sí sucede con conductas asociadas al teléfono, como las compras, las apuestas online y la pornografía adolescente—, subraya que las consultas por uso inadecuado o excesivo se incrementan, aunque por el momento “este aumento no está cuantificado”.
Una adicción es una enfermedad crónica caracterizada por la búsqueda y el consumo compulsivo de una sustancia o actividad, a pesar de conocerse sus consecuencias negativas. En muchos casos, la altísima dependencia del uso del celular ya se encuadra en esta definición.
Aún así, los especialistas consultados coinciden en que reconocerla clínicamente como adicción supone un gran desafío: su alcance sin precedentes y su enorme validación social.
Martín Gedanke, director de Centro Aconcagua, apunta que “nadie quiere meterse demasiado, porque no queremos caer la mayoría”. En la misma línea, el psicólogo y experto en tecnología Roberto Balaguer añade que así como llevó mucho tiempo ubicar la adicción a los videojuegos como una patología, “es factible que esto también lleve su tiempo”. “Como es algo tan masivo, incluso más que los videojuegos porque involucra a niños, adolescentes y adultos, no será sencillo. Lo más complicado es que entraría mucha mucha gente”.
Ciertamente, de incluirse en los manuales de psiquiatría, hay altas probabilidades de que buena parte de la población mundial pase a ser considerada adicta.
Corría el año 2006 cuando el ingeniero y diseñador de interfaces Aza Raskin creó el scroll infinito, esa función que permite deslizar el dedo y consumir contenido durante tanto tiempo como el propio usuario lo decida. Se le pasó, sin embargo, un pequeño gran detalle: que la misma función llevaría al usuario al punto de perder, justamente, su poder de decisión. En una entrevista con la BBC de 2018, Raskin admitió sentirse culpable por no haber advertido el costado adictivo de su invento. “Es como si tomaran cocaína conductual y la esparcieran por toda la interfaz”, confesó, al tiempo que añadió que detrás de una sola pantalla de celular hay “literalmente mil ingenieros trabajando para que sea lo más adictivo posible”.
Lo dijo en 2018, cuando las aplicaciones del smartphone eran mucho menos adictivas que hoy. Ese mismo año, un estudio de Opción Consultores en Uruguay revelaba que el 30% de los uruguayos utilizaba el celular “más de lo que debería” y que 52% de ellos consideraba que su uso era excesivo. De nuevo, tecnológicamente hablando, el mundo en 2018 era otro.
Hoy, entre la irrupción de la inteligencia artificial, los algoritmos cada vez más sofisticados y las múltiples funciones en todas las plataformas —casi todas ahora tienen reels, historias, fotos, mensajes, tiendas, filtros—, la tecnología logró vencer prácticamente a la fuerza de voluntad humana.
El mecanismo de una adicción conductual es similar al de otras adicciones. El sistema de recompensa del cerebro libera dopamina —el neurotransmisor del placer— cada vez que se recibe un mensaje, un “me gusta”, una notificación o se scrollea a través de un contenido tras otro. Esa descarga, a la vez, crea una gratificación instantánea que es la que lleva a revisar el celular compulsivamente, casi como un acto reflejo, mientras que todo lo que allí se presente, alineado a los intereses personales —que el algoritmo se encarga de descubrir—, estará cuidadosamente diseñado para estar prendido al celular el mayor tiempo posible.
Cuando no alcanza con la fuerza de voluntad, cuando día a día, racionalmente, uno quiere guardar el celular en el cajón y termina, en su lugar, mirando reels durante media hora —con suerte— empieza a manifestarse esta potencial adicción invisible.
Las señales de un uso problemático pueden ser varias, según Rossi: deterioro emocional, privación social, alteraciones del sueño, fragmentación atencional y sintomatología ansiosa cada vez más extendida, bajo rendimiento académico y uso del teléfono como modulador emocional frente al aburrimiento, la tristeza y el estrés son algunas de ellas. También, por supuesto, presenta en la mayoría de los casos síntomas físicos, como el dolor de espalda y cuello, cansancio, dolor en las muñecas, visión borrosa y hasta mareo.
Escuchamos música, trabajamos, leemos noticias, nos comunicamos con seres queridos, sacamos fotos y también miramos las redes sociales. En ese sentido, Pouy plantea que frente a la eventual interferencia del celular en relación con las obligaciones laborales o académicas —y la vida cotidiana—, “lo que corresponde es el intercambio sobre dónde ubicar el límite entre uso razonable y uso que interfiera con actividades, conductas basales o intereses en general”.
¿Pero quién o qué define cuando existe un uso sano y conveniente y cuando no? ¿Cuándo se cruza la delgada línea entre lo justo y necesario y lo patológico?
Para Balaguer, el asunto no pasa únicamente por la cantidad de horas que uno esté con el celular, sino más bien por la forma de uso y, sobre todo, el nivel de dependencia. “Hay gente que lo puede usar mucho, pero que de repente no tiene un nivel de dependencia tan grande como otra, que quizás no lo usa tanto, pero cuando no lo tiene, siente la necesidad de conectarse, algo muy compulsivo de no poder mediar una pausa para esperar, y estar todo el tiempo pendiente de qué está sucediendo en el ámbito de las redes. Depende más bien de lo que pasa cuando no estás con el teléfono”. O sea, si se percibe o no la famosa nomofobia, término aún subestimado que se asocia a la sensación de abstinencia cuando uno está sin el celular.
En la misma línea, el director de Fundación Manantiales sostiene que se trata más sobre “el tipo de contenido, el aislamiento que genera y la alteración de los ritmos naturales del desarrollo” que del tiempo frente a la pantalla. “Estamos viendo una generación más conectada pero más sola, más estimulada pero menos tolerante a la frustración o al aburrimiento”, agrega.
Tanto en Centro Aconcagua como en Fundación Manantiales todavía no hay pacientes que se internen exclusivamente por el uso patológico del celular, que suele aparecer vinculado a otras problemáticas, como ansiedad, trastornos del sueño, depresión o consumo de sustancias, entre otras. De todas maneras, la problemática está latente.
A la hora de iniciar cualquier tratamiento por adicción, tanto en Fundación Manantiales como en el Centro Aconcagua se aplica la desconexión digital, es decir, se suspende el uso de pantallas. Este requisito, explica Gedanke, de Aconcagua, lleva a que directamente muchos de los pacientes se rehúsen a iniciar el tratamiento. “Cuando les planteás que se despeguen del celular, muchos desisten de la internación. Nos ha pasado mucho, pero esa regla nosotros no la rompemos, porque afectaría todo el tratamiento”, señala.
Rossi, de Fundación Manantiales, explica que la medida responde a una necesidad terapéutica: ayudar a la persona a reconectarse con su mundo interno, con sus vínculos reales y con el presente. Explica, no obstante, que en muchos casos esa interrupción en el uso del celular provoca, al inicio, síntomas de abstinencia emocional comparables a los de otras conductas adictivas, como irritabilidad, inquietud psicomotora y una marcada dificultad para tolerar el silencio o la desconexión. Gedanke añade que “todos lo terminan sintiendo”. Sin embargo, con el paso del tiempo notan un acostumbramiento beneficioso: el paciente se siente más descansado mentalmente, menos estresado y ya no manifiesta la necesidad de conectarse.
Algunos de estos beneficios fueron confirmados recientemente por un estudio científico de la Universidad de Texas. Con base en una muestra de 467 participantes de un promedio de 32 años, la investigación reveló que una desconexión de internet en el celular por dos semanas, utilizando solo funciones básicas y con la posibilidad de acceder a la computadora, mejora la capacidad de atención en una cantidad equivalente a una década de deterioro cognitivo relacionado con la edad. Además, el 71% de los participantes reportó una mejor salud mental tras el período sin internet móvil, y sus síntomas de depresión superaron los resultados observados en estudios sobre medicamentos antidepresivos.
El investigador Adrián Ward, líder del estudio, concluyó lo siguiente: “Los smartphones han cambiado drásticamente nuestras vidas y comportamientos en los últimos 15 años, pero nuestra psicología humana básica sigue siendo la misma”.
Somos la primera generación que vive en una especie de simbiosis con sus teléfonos inteligentes y estos datos, según Ward, sugieren que aún no estamos preparados —¿algún día lo estaremos?— para lidiar con esta conexión virtual a todo y en todo momento.
Rossi asegura que aunque el detox digital es un buen punto de partida, tampoco es suficiente por sí solo: “No se trata simplemente de apagar el celular —es decir, cortar el síntoma—, sino de comprender qué función cumple en la vida de la persona y abordar las causas de fondo”, enfatiza.
Con estos datos a la vista, a cualquiera le resultaría tentador desprenderse del celular o pasar de un smartphone a un dumbphone (los que cumplen funciones básicas, como mensajes de texto y llamadas). Claro está, sin embargo, que muchas actividades dependen hoy del uso del celular, y que cortarlo de raíz no siempre es una solución compatible con la vida actual, menos aún cuando la problemática ni siquiera está catalogada como afección clínica. Entonces, el detox digital es casi un lujo que solo unos pocos pueden darse.
Por fortuna, para el resto de los mortales existen algunas estrategias. En primer lugar, Rossi asegura que aunque el detox digital es un buen punto de partida, tampoco es suficiente por sí solo: “No se trata simplemente de apagar el celular —es decir, cortar el síntoma—, sino de comprender qué función cumple en la vida de la persona y abordar las causas de fondo”, enfatiza. Por ejemplo, cuando el teléfono se convierte en una vía de escape emocional o un refugio ante los vínculos o regulador de estados de ánimo, el abordaje, dice, debe ser terapéutico e integral.
Además de tratar de entender cuáles son los disparadores que llevan a uno a usar el celular e intentar cambiar hábitos, Balaguer menciona algunos trucos para autorregularse, como eliminar las notificaciones (cuantas menos se reciban, mejor), dejarlo lejos o escondido en momentos clave, como en reuniones con seres queridos, o durante el trabajo o estudio. “Tenerlo cerca para algunas personas es una tentación muy grande, por más fuerza de voluntad que exista”, señala Balaguer.
Por otro lado, el experto aconseja “transitar lo emocional que se genera cuando uno se piensa sin el celular”. ¿Qué es lo que se está perdiendo? ¿Qué valor emocional tiene el celular? ¿Qué pasaría si, por ejemplo, uno dejara de ser espectador de la vida de otras personas en las redes sociales? “Aún así, es bastante difícil. A veces, el detox tiene que ser muy coercitivo para que realmente se instaure”, agrega.
Está claro que mientras el debate no tome fuerza y no se tomen medidas serias, la búsqueda de soluciones ante el uso excesivo de celular seguirá siendo un tema individual, de la órbita privada. Por ahora, la conversación se limita al impacto que está teniendo sobre la vida humana, pero mientras no existan regulaciones que inciten a un cambio real, mientras las empresas tecnológicas sigan mejorando el potencial adictivo detrás de estos dispositivos —sería, por lo pronto, ingenuo pensar que volverán siquiera al poder adictivo de unos años atrás—, queda en manos de cada uno la decisión de vivir una vida más real y menos virtual, de bloquear la pantalla, mirar alrededor y ser conscientes de lo que nos estábamos perdiendo.
—
El uso excesivo del celular está especialmente contraindicado en menores, advierte el director de la Fundación Manantiales, Pablo Rossi. “Su corteza prefrontal, responsable del autocontrol, la toma de decisiones y la regulación emocional, no está completamente desarrollada hasta los 25 años”, señala, lo que los hace más vulnerables a conductas impulsivas, a la búsqueda constante de gratificación inmediata y a la dependencia emocional del feedback digital. “Exponerlos crónicamente a estos estímulos puede interferir con su maduración neurológica y consolidar patrones adictivos difíciles de revertir”.