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No es mi abuela, es mi amiga octogenaria

Las relaciones intergeneracionales tienen sus peculiaridades y también sus beneficios, y se han estudiado

Editora de Galería

Una persona de nueve años y una de 81 se juntan a tomar el té. Puede ser té de verdad o de aire. Son vecinas. Una le enseña a la otra a jugar al mahjong en el celular, y la otra le enseña a tejer. Además de vecinas, son amigas.

Se podría pensar que una diferencia de edad tan grande genera una brecha insalvable. Pero lo que sucede es lo contrario: los años que las separan las unen.

Todos conocemos historias de niños que entablan relaciones con adultos mayores, casi siempre vecinos, por su proximidad. Una de estas historias de amistad la cuenta (e ilustra) Lucía Franco en el libro Mi amiga de al lado (recientemente publicado). Una niña se muda a una casa nueva con sus padres. Le gusta el nuevo barrio, le gusta mirar por la ventana, pero lo que más le llama la atención es su vecina, una señora canosa que vive con sus plantas, sus libros y un loro. Empiezan hablando de balcón a balcón, y después Victoria invita a Lulú a su casa, una casa “llena de tesoros” para la niña. Las dos necesitan una amiga.

Porque hay abuelos sin nietos y hay nietos sin abuelos, y cuando se encuentran nace un vínculo naturalmente saludable, y hermoso. Estas relaciones intergeneracionales tienen sus peculiaridades y también sus beneficios, y se han estudiado. Todos los resultados son positivos y apuntan a que los adultos mayores, al interactuar con niños, pueden recuperar la sensación de tener un propósito, darle sentido a su vida, además de sentirse menos solos y más desafiados en lo cognitivo. Los niños también ganan, además de cariño y una atención plena que tal vez las propias rutinas familiares no les permiten tener en casa, aprendizajes valiosos.

Amigos incondicionales

Dos pisos más abajo de María Inés, en la casa de la planta baja, vivía Blanca, una señora que, según los cálculos de la niña —hoy adulta—, pasaba los 80. Blanca se sentaba en el jardín del edificio mientras María Inés, sus hermanos y otros vecinos jugaban. Ahí pasaban el día, y ella los miraba jugar, o los rezongaba si veía amenazadas las plantas por algún pelotazo­. Un día, las dos se quedaron conversando. “Ya no me acuerdo ni cómo fue, pero sé que estuve un rato largo charlando con ella. Tanto que cuando subí a mi casa mis padres, que me veían con ella desde el balcón, estaban sorprendidos, no sabían qué tanto tenía para hablar con Blanca. Yo tenía siete, ocho años”, recuerda.

El ritual empezó a repetirse: después de que terminaba el juego con los niños, las dos charlaban. “Me hablaba de plantas, le encantaban. Y me acuerdo que en el barrio había un señor que a ella le parecía buenmozo, pero se burlaba de que caminaba redespacito, y hacía la mímica, con los pasitos cortitos”, cuenta. “Yo nunca tuve mascotas de verdad, pero tenía un perrito dálmata de peluche que siempre llevaba conmigo para todos lados, como que fuera mi mascota, y ella me seguía el juego, me preguntaba cómo se llamaba y hablábamos del perro. La cuestión es que eso se volvió como una cosa rutinaria. Era mi amiga, mi amiga octogenaria”.

La escritora francesa Muriel Barbery retrató la belleza de este vínculo en La elegancia del erizo (2006). Es la historia de dos amigas, vecinas, unidas por sus rarezas. Una es la portera de un edificio elegante de París, la otra, hija de una de las familias residentes. Son Renée y Paloma­, dos personas solitarias que necesitaban encontrarse. Paloma va a buscar a la portería un paquete y Renée, que está tomando un té, la invita a pasar. Nunca habían hablado, pero unas palabras después la conexión es inevitable­, espontánea; siempre es así cuando hay afinidad genuina.

Después de una charla en la que Renée le cuenta a Paloma asuntos familiares tan íntimos que nunca había compartido con nadie, desde su dormitorio, en su diario, la niña escribe esto: “He experimentado otra cosa, un sentimiento nuevo y, al escribirlo ahora, estoy muy emocionada; de hecho, he tenido que dejar el boli un momento, para llorar. Pues esto es lo que he sentido: al escuchar a la señora Michel y al verla llorar, pero sobre todo al darme cuenta de hasta qué punto le sentaba bien contarme todo eso, a mí, he comprendido algo: he comprendido que yo sufría porque no podía ayudar a nadie a mi alrededor”.

Renée, por su parte, relata cómo lo vivió ella: “Y permanecemos ahí largos minutos, cogidas de la mano, sin decir nada. Me he hecho amiga de un alma buena de 12 años que me provoca un hondo sentimiento de gratitud, y la incongruencia de este apego asimétrico en edad, condición y circunstancia no alcanza a empañar mi emoción. Cuando Solange Josse se presenta en la portería para recuperar a su hija, nos miramos las dos con la complicidad de las amistades indestructibles y nos decimos ‘adiós’ con la certeza de un cercano reencuentro. Una vez la puerta cerrada, me siento en el sillón frente al televisor, con la mano en el pecho, y me sorprendo a mí misma diciendo en voz alta: quizá vivir sea esto”.

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El viudo Carl Fredricksen y Russell, el niño explorador que toca a su puerta en la película animada Up (2009), son también un ejemplo de estas amistades. Se necesitaban sin saberlo y lo descubren en una aventura que termina convirtiéndolos en nieto y abuelo por elección.

El vínculo es distinto y los aprendizajes son otros en St. Vincent (2014), en la que el personaje de Bill Murray, un veterano de guerra malhumorado y solitario, se ofrece como niñero de su nuevo vecino hasta la hora en que su madre vuelve de trabajar. Lo que no falta, en ninguna de estas historias, es la ternura de fondo.

Me haces bien

Hace un tiempo dio vuelta al mundo el video de un grupo de ancianos en un residencial jugando con un montón de niños en edad preescolar. Grandes y chicos interactúan con la alegría que se da cuando se juntan estas dos generaciones: se tocan las manos, se peinan, colorean juntos, algunos bailan. Juegan, comen juntos, conversan.

La idea es tan simple como brillante: poner a funcionar en un mismo lugar un jardín de infantes y un hogar de ancianos. El emprendimiento­ es Belong Chester, en Reino Unido, y la experiencia ha sido tan positiva que el modelo se ha replicado con éxito en países como Portugal y Australia.

Un residencial uruguayo se inspiró precisamente en el modelo australiano para implementar su programa intergeneracional. “A raíz de un reality que se hacía en Australia, que mostraba la vida diaria de niños con adultos mayores viviendo en una especie de residencial, el tema empezó a tomar una importancia enorme en Australia, y el gobierno pidió a la Universidad de Griffith y a otras hacer investigaciones con respecto a ese tema, que empezó a tener un auge grande”, cuenta Gonzalo Ribas, coordinador del programa intergeneracional del residencial Vivir Mejor.

A través de la Embajada de Uruguay en Australia, que difundió el programa a los residenciales uruguayos, Ribas se puso en contacto con la universidad y el Instituto Australiano de Práctica Intergeneracional (AIIP), que los asesoraron para partir. Después se conectaron con el Departamento de Neurosciencia y Aprendizaje de la Universidad Católica del Uruguay e hicieron un plan piloto de práctica intergeneracional con Centro de Educación Inicial Hakuna Matata.

“Empezamos a instrumentarlo en setiembre del 2022 y no paramos. Ya somos un residencial intergeneracional, tenemos actividades sostenidas y un salón que construimos especialmente para eso, decorado con dibujos que le hicieron los niños a los veteranos, y con canciones que los veteranos escribieron a los niños”, dice el coordinador del programa. “Tenemos dos talleres fijos, que son los martes y los viernes, a media tarde. Uno está basado en huerta, y otro es temática libre. Muchas veces acompañamos la currícula de lo que están viendo los niños en el jardín de infantes. Una vez estaban estudiando todo el tema de la movilidad y las señales de tránsito, y acá, en el jardín (del residencial), hicimos un circuito y vinieron con sus buggies y sus bicicletas, y las amigas mayores les hacían las señas”.

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Los niños del centro de educación inicial Hakuna Matata visitan el residencial Vivir Mejor

Los niños del centro de educación inicial Hakuna Matata visitan el residencial Vivir Mejor

Sobre todo son mujeres las que participan en las actividades, las “amigas mayores”, como les dicen los niños. “Cuando están con los niños, las caras que veo en ellos de entusiasmo no se ven con ninguna otra actividad”, asegura Ribas.

Los beneficios para los adultos mayores son varios, y significativos. La interacción con niños favorece la salud mental y física de varias maneras. Para empezar, es nada menos que un antídoto contra la soledad y el aislamiento social.

Según un estudio de la Universidad de Hertfordshire­, Reino Unido, publicado en 2023, los programas que apuntan a conectar a estas dos generaciones logran mejoras en la salud mental de los adultos mayores. Promueven, entre otras cosas, el sentido de pertenencia, algo esencial y que es pilar de la identidad. “Pertenecer a una relación individual puede significar un sentido de valía para la persona involucrada. En este estudio, observamos cómo las personas mayores valoraban la relación individual con los niños, ya que se sentían importantes al ser recordadas individualmente por ellos”, dice la investigación.

Estas interacciones les dan también un propósito y les permite a los adultos mayores sentir que pueden contribuir y desempeñar un papel en la comunidad. Además, los estimulan a reflejarse en la vitalidad de los niños, adaptando su actitud y comportamiento. “A través de estas interacciones, las personas mayores pueden olvidar sus dolencias y su apariencia envejecida, y lo que estas implican (...); por lo tanto, las interacciones intergeneracionales disminuyen la identificación de las personas mayores con un rol enfermizo y frágil”, dice la investigación.

El trato con los niños los lleva también a evocar historias de la infancia, revisitando su juventud y reafirmando su pasado. Este proceso puede, de acuerdo al estudio, “mejorar la autoestima y promover una sensación de envejecimiento exitoso”.

Lo que observaron los investigadores, además, fue que el cariño que recibían los adultos mayores de los niños los alejaba de su propia percepción de “parecer indeseables en la vejez”. También quedó en evidencia la importancia del abrazo. “El afecto físico entre el niño y el adulto fue significativo para los participantes. Esto sugiere que estas interacciones facilitan una sensación de aceptación por parte de los niños. Sentirse aceptado e incluido a pesar de las apariencias es un elemento importante de esta experiencia y potencialmente contribuye a fortalecer la autoestima”.

El programa del residencial Vivir mejor busca extenderse en el barrio y tener un impacto a nivel comunitario, para lograr que los beneficios alcancen a más personas. “Con el taller de huerta estamos haciendo unos plantines para salir al barrio y regalar. Es una excusa para, en ese proceso, captar gente mayor que esté en situación de soledad vulnerable o soledad no deseada”, explica Ribas.

Según el coordinador del programa, los cambios que genera el intercambio son “espectaculares para ambas generaciones”. “Recuerdo un niño que se vino de Venezuela. Se había desarraigado de sus abuelos y acá había tenido algunos retrasos en lo cognitivo y el aprendizaje, y gracias a esta experiencia repuntó un montón”, cuenta.

Pasar tiempo con adultos mayores puede ayudar a los niños a sentirse escuchados y valorados. Las personas mayores, además, son portadoras de una gran sabiduría e historias de vida que pueden dejar con los ojos aún más abiertos a los pequeños, y hasta servirles de guía.

Los estudios dan muestras también de que un vínculo cercano entre los niños y los mayores puede evitar problemas emocionales o de comportamiento. Los niños aprenden a moverse y socializar entre personas de esta edad, cultivan el respeto, entienden el lugar que ocupan en la sociedad, y así mejoran sus habilidades socioemocionales.

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Mi amiga de al lado cuenta cómo Victoria, la vecina mayor, acompaña a Lulú cuando se entera de que tendrá una hermanita y durante el embarazo de su madre; un momento de cambio para la niña. Y Lulú llena los días de Victoria, hasta que un día ella se va. “Es la primera vez que digo adiós”, dice la niña. Pero el vínculo ya cambió a Lulú, que ahora sí está lista para salir a jugar con los niños del barrio, y planifica aplicar las enseñanzas de Victoria para tejerle una capita a su nueva hermana.

Cómo adoptar un abuelo

Últimamente han ido surgiendo iniciativas para conectar generaciones. En un momento en que se venera la juventud y se reniega de la vejez, darle un reconocimiento a esta etapa de la vida y devolverle su valor y vigencia parece, como mínimo, justo.

Adopta un Abuelo es el nombre de una ONG española que nació a partir de la amistad de su fundador, Alberto Cabanes, con Bernardo, un señor viudo de 86 años cuyo mayor deseo era tener un nieto.

La fundación se propone “rendir tributo a las personas mayores y posicionarlas en el lugar que merecen”. Esto lo hacen a través de experiencias y gracias al aporte de particulares. Con esos aportes les hacen acompañamiento en los 300 residenciales con los que colaboran, celebran sus cumpleaños, organizan actividades, una vez al mes cumplen el sueño de algún abuelo y les dan asistencia en casos de depresión.

La gracia del emprendimiento está, más allá de las donaciones económicas que reciben, en el voluntariado. La fundación ofrece la posibilidad de “adoptar” un abuelo, lo que implica asumir el compromiso de visitarlo o llamarlo cada semana (se puede adoptar un abuelo a distancia). La idea es que las personas mayores se sientan escuchadas, acompañadas y queridas, y que los voluntarios compartan tiempo con ellos y adquieran experiencias en ese vínculo intergeneracional.