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Es cada vez más difícil encontrar un periodismo en el que la frontera entre el dato y la opinión siga siendo clara; al contrario, desde hace un tiempo cualquier periodista que no asuma una posición militante sobre aquello que informa es percibido como un “tibio”, incluso por sus compañeros de medio
Una de las cosas que más me llamó la atención cuando arranqué a estudiar el máster de Periodismo que hice en Barcelona hace más de 20 años fue lo mezclada que estaba la información y la opinión en los medios españoles de entonces. Por extraño que pueda parecer, la prensa uruguaya en la que yo había trabajado separaba de forma mucho más nítida una cosa de la otra. Sí, los titulares podían ser tendenciosos y los medios tenían una clara línea editorial. Pero esa línea no incidía en los aspectos noticiosos, en el cuerpo de la noticia redactada. La opinión se firmaba, como está firmada esta columna, el editorial era claramente la postura del medio que incidía en el estilo del título, pero nada de eso se reflejaba necesariamente en la información.
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En España, por el contrario, era común encontrar noticias sobre, por ejemplo, una guerra, donde uno de los ejércitos podía ser catalogado como “cruel” o “indefenso”, con independencia de lo que se describiera en la noticia. Además de informar, se le insinuaba de manera bastante clara al lector desde dónde debía ser mirada la información que se daba. Una información que venía macerada con opinión todo el tiempo. Por supuesto, esto no quiere decir que no se deba tomar partido sobre lo que ocurre en el mundo. Pero, para que esa sea una tarea del lector y no del periodista, lo mejor es separar los hechos de la opinión, haciendo una crónica por un lado y una columna de opinión por otro. Lo contrario es informar y a la vez querer (de)formar al lector.
Esa diferencia que me llamó la atención ha venido dejando de existir con el paso de tiempo y hoy son contados los medios de prensa que no están guiados por alguna clase de activismo. Es cada vez más difícil encontrar un periodismo en el que la frontera entre el dato y la opinión siga siendo clara. Al contrario, desde hace un tiempo cualquier periodista que no asuma una posición militante sobre aquello que informa es percibido como un “tibio”, incluso por sus compañeros de medio. El problema se ha venido agudizando desde el momento en que aparecieron las redes y cualquiera pudo hacer eso mismo desde su pequeño altar mediático: militar y (des)informar. Es entonces que los medios tradicionales, que ya se habían convertido al periodismo militante, pasaron a ser irrelevantes por completo. Si ya venías dando un mejunje de opinión, moralina política y, allá a las cansadas, algo de información, ¿por qué debería pagarte si eso mismo lo puede ofrecer cualquier particular en X o cualquier otra red?
En una entrevista concedida al diario argentino La Nación, el periodista español Teodoro León Gross, autor del ensayo La muerte del periodismo. Cómo una política sin contrapoder degrada la democracia, afirma que aquel periodismo, que funcionaba como contrapeso dentro de las democracias liberales y que tenía entre sus funciones centrales controlar los abusos del poder político y económico, hoy ya no existe. Y agrega: “Una de las grandes catástrofes para nuestras sociedades y para nuestras democracias es que no haya un relato informativo para toda la sociedad, totalizador, sino que funcione mediante burbujas aisladas. Así se produce el sesgo de confirmación que constantemente te está diciendo ‘Nosotros somos los buenos y tenemos razón; ellos son los malos y no tienen razón’. Entonces se va alimentando una sospecha y una animadversión extraordinaria hacia el otro y generándose esa polarización que está envenenando las democracias”.
Según el politólogo y columnista germano estadounidense Yascha Mounk, la desaparición definitiva de la frontera entre periodismo y activismo, al menos en Estados Unidos, se produjo con la llegada de Donald Trump a la política. “Politólogos como yo dimos la voz de alarma de que los populistas autoritarios podían representar un verdadero peligro para la democracia. Otros comentaristas iban incluso más lejos, afirmando que Trump debía ser visto, simplemente, como un fascista. Enfrentados a lo que consideraban una auténtica emergencia, muchos periodistas más jóvenes y progresistas llegaron a creer que necesitaban revolucionar la concepción tradicional de la misión de su profesión. En lugar de rechazar el espíritu de partido, ahora abogaban abiertamente por ponerse del lado de los ángeles. Y lejos de esforzarse por la objetividad, resolvieron ofrecer a sus lectores ‘claridad moral’”.
Este salto implicó el abandono de cualquier pretensión ya no de la objetividad, sino de simplemente presentar al público los hechos descarnados (“just the plain facts”). Como señala Mounk, esta nueva concepción del periodista es, de hecho, menos exigente que aquella postura que sustituye. Si hasta ese momento promover de manera descarada la posición de tu propio bando político era considerado una falta de ética, ahora eso pasaba a ser un acto de resistencia frente al poder. Con el plus moral de sentir que con eso se está defendiendo la democracia frente a los autoritarios. Y sin embargo, pese a toda la épica que parece revolotear por encima de lo que supuestamente implica ese pasaje del periodismo al “periodismo activista”, se trata de un profundo error.
Como apunta Mounk: “Aunque todos nosotros, incluidos los periodistas, tengamos la obligación cívica de luchar por la conservación de nuestro sistema político en nuestro papel de ciudadanos, es un error categorial asumir que los periodistas deben situar esa aspiración en el centro de su identidad profesional. Las democracias dependen de la existencia de unos pocos medios informativos de amplia confianza que puedan informar objetivamente al público sobre los asuntos de actualidad. La confianza que los ciudadanos han depositado tradicionalmente en esos medios se basaba en la creencia de que sus periodistas se esforzaban al menos por presentar los acontecimientos de forma imparcial. En el momento en que reconocen que ya no es así, esa confianza se hace añicos y se desvanece cualquier esperanza de construir la vida política sobre la base de hechos compartidos”.
Así, la ausencia de un relato informativo sólido de parte de los medios tradicionales y su consecuente conversión al activismo viene facilitando la proliferación de los discursos conspiranoicos en las redes, en donde cualquier chamán con un puñado de seguidores y opiniones estrambóticas puede ser percibido como una alternativa viable a The New York Times o The Guardian. Y eso ocurre en buena medida porque esos mismos medios han adoptado como terreno de juego el activismo más crudo y burdo, abandonando cualquier pretensión de veracidad informativa. En el caso de Uruguay, sobran los ejemplos de ese deslizamiento y constante borroneo de las fronteras epistémicas, pero, para no caer en aquello que crítico, dejo al lector la tarea de reconocerlos. En resumen, que ese paso del periodismo al activismo, ese cambio de rol del periodista como mero médium entre los hechos y el lector a estrella moral del show, aunque esté seguro de estar defendiendo la democracia, es muy probable que termine por debilitarla. Y es que de buenas intenciones…