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    La solución y el problema

    Uruguay tiene un déficit importante respecto al hacer y un superávit que asusta en lo que refiere al especular; especialmente cuando los asuntos públicos se ven anclados en los parámetros que les impone la lógica partidaria

    Columnista de Búsqueda

    Es probable que algunos vivan los tropezones de un gobierno como victorias propias. Quizá no personales, pero sí para el propio partido. Y esa batalla, que en abstracto no tiene por qué ser algo malo, se vuelve problemática cuando se trata de asuntos del mundo real. ¿Por qué? Porque las políticas dejan de ser una cuestión teórica cuando se encarnan en las personas concretas que las reciben y eso suele tener efectos muy poderosos en la vida de esas personas. O en el fin de esas vidas.

    Por poner un ejemplo, la internación compulsiva —que en abstracto podría resumirse como una batalla entre dos lógicas, la de la autonomía individual y la de dónde traza el límite el Estado a la hora de intervenir— se convierte en una cuestión de vida o muerte cuando se trata de lidiar con un clima extremo como el de estos días. Lo que en tiempos cálidos podría ser un debate puramente ideológico o teórico, se convierte en un cúmulo de decisiones que se toman o no. Y esas decisiones no tomadas pueden llegar a medirse en vidas que se pierden. El debate debería quedar en un segundo plano. Porque para poder ejercer esa autonomía individual, que es uno de los ejes ideológicos del tema, hacen falta una serie de condiciones que, en el caso de las personas en situación de calle, muchas veces no se cumplen.

    Por eso, en cuestiones esenciales que hacen a situaciones de vida o muerte, los dispositivos que disponga el Estado no pueden (no deberían) estar sometidos a los vaivenes de la opinión. Y menos a los vaivenes del oportunismo político. ¿Qué quiero decir con esto? Que mucho mejor que hacer lo que se rechazó cuando se lo llamaba “internación compulsiva” es tener una política al respecto que se sostenga más allá de los cambios de gobierno. Una política de Estado, de esas que hacen los países serios. Se puede seguir debatiendo el nombre y los límites de lo que se hace, pero hay que hacerlo.

    Uruguay tiene un déficit importante respecto al hacer y un superávit que asusta en lo que refiere al especular. Especialmente cuando los asuntos públicos se ven anclados en los parámetros que les impone la lógica partidaria. Ahí la cosa se convierte en un ping-pong retórico cuyo fin no es solucionar una situación concreta (eso también, pero no es ni el centro ni la prioridad), sino mostrarle al mundo cuán equivocados están los otros respecto a ese tema en particular.

    Por supuesto, detrás de las políticas laten siempre ideologías, sensibilidades. Pero mirando la trayectoria de esas políticas a lo largo del tiempo, cómo han evolucionado sus parámetros con los distintos cambios de gobierno, ¿es tan inmensa la distancia entre lo hecho por unos y otros? La distancia mayor no parece estar entre hacer lo mismo con un nombre distinto (a veces con un perfil y una intensidad distintas), sino entre hacer y no hacer. Las abstracciones son muy interesantes en el debate académico y hasta en la charla en X. Pero son un lujo inadmisible cuando se trata de políticas públicas que refieren a vidas concretas.

    Personas en situación de calle y climas extremos han existido en muchos lugares durante mucho tiempo. Los países que más protegen a sus ciudadanos han acumulado suficiente evidencia sobre cuáles son los dispositivos que mejor funcionan para esas situaciones. Por supuesto, en esos países el debate sobre los límites de la intervención del Estado y la autonomía personal muchas veces persiste. Pero corre en paralelo con el hacer. En Uruguay, entretenidos como estamos en la gimnasia partidaria y sus corolarios más dolorosos, pareciera que no se puede hacer si antes no debatió in aeternum.

    Un efecto colateral de esa gimnasia es que muchas veces la cuestión termina reducida a un “quítese usted que me pongo yo”, una dicotomía que hace caso omiso de que la constante en estos asuntos es, sobre todo, el no hacer. O el tomarse un año para diagnosticar y rediseñar políticas al asumir como nuevo gobierno, como si las personas en situación de calle tuvieran ese tiempo. O como si el asunto se planteara por primera vez en la historia y este fuera el primer invierno frío que conocemos.

    Recuerdo una frase con la que el expresidente Lacalle Pou sorprendió a sus colegas liberales en Argentina: “Qué difícil [es] gozar de la libertad individual si se vive en un rancho”, dijo en su intervención en Fundación Libertad. Para después agregar: “Tenemos que tener un Estado fuerte para que el individuo pueda gozar de la libertad”. Obviamente, y de acuerdo con sus coordenadas ideológicas, Lacalle Pou no se refería a un Estado grande, sino a uno capaz de responder a las necesidades de los ciudadanos, en especial a aquellos más desprotegidos.

    ¿En qué consiste esa respuesta en el caso de la gente en situación de calle? En que ese lugar al que el ciudadano es trasladado de manera compulsiva (o, según la ley de 2009 que se empezó a aplicar, “evacuación obligatoria”) sea mejor que la calle. Eso es algo que evidentemente no está ocurriendo con, por ejemplo, las cárceles. La cárcel no es solo una condena en el momento de estar en ella, es también un castigo diferido para quienes solo van a empeorar estando allí y tengan aún menos oportunidades al salir.

    ¿Cuál es la forma de que las personas más vulnerables no se caigan por los agujeros de la red más bien dispersa que tiene la contención social pública del Uruguay? Elaborando políticas de Estado que se traduzcan en una serie de protocolos que funcionen siempre, más allá de la cosmética de las palabras y, muy especialmente, más allá del ciclo de un gobierno específico. Tal como ocurre con la pobreza infantil, es inadmisible que un país con el grado de desarrollo y riqueza que tiene Uruguay tenga miles de personas en situación de calle. Gobierne quien gobierne, solucionar eso es un asunto de Estado.

    El presidente Yamandú Orsi dijo hace un par de días que su gobierno se dio cuenta de que “faltaban herramientas para resolver temas de fondo” en lo que refiere a la atención de las personas en situación de calle. Justo por eso, quizá más que seguir hablando de diálogos sociales amplios y largas charlas con todo eventual actor involucrado, se impone la búsqueda de soluciones reales en el hoy. Y cualquiera que conozca la complejidad de este problema en particular sabe que no alcanza un solo período de gobierno para resolverlo. Se necesita una mirada más larga y, al mismo tiempo, ya mismo, acciones concretas que vuelvan más tupida la red que mantiene a esos conciudadanos entre nosotros.

    ¿Debatir? Todo lo que haga falta ¿Diálogos con la sociedad y expertos? Sin la menor duda son centrales. Pero en ese espacio que va desde el especular al hacer, se nos sigue cayendo la gente de la red que tan trabajosamente hemos tejido. Una red que no es mala, pero que es, a todas luces, insuficiente. Sin políticas que logren superar nuestra habitual gimnasia del intercambio de tortazos partidarios, seguiremos contando cada año uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete muertos. Y es ahí también donde nos jugamos qué clase de sociedad, más o menos solidaria, más o menos justa, queremos ser. Los partidos tienen la solución, pero, al mismo tiempo, parecen ser parte del problema.