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Espacio ganado a pulso de arte: desde la presencia-ausencia en los museos de los años 70, pasando por la condescendencia de los años 90, hasta llegar al hoy, cuando las obras de artistas de todos los tiempos invaden las salas internacionales
El calendario de exposiciones internacionales bulle de artistas mujeres: Tarsila do Amaral en el Guggenheim de Bilbao, Rachel Ruysch en el Fine Arts de Boston, Gabriele Münter en el Thyssen Bornemisza, Hilma af Klint en el Moma de Nueva York, Huguette Caland en el Reina Sofía, Frida Kahlo en el Art Institute de Chicago, Agnès Varda en el Carnavalet de París, Joana Vasconcelos en el Palacio de Liria de Madrid, Lee Miller en la Tate Britain de Londres y la lista podría seguir. Hay italianas, alemanas y brasileñas, libanesas, americanas y portuguesas; las hay barrocas, surrealistas y expresionistas, abstractas y figurativas, contemporáneas y de tiempos pasados. Una avalancha que parece indicar que va quedando en el olvido la vieja idea de que la presencia de las artistas mujeres era tan solo una respuesta a las demandas de corrección política. Por el contrario, las señales apuntan a que ya no son las coladas de la fiesta, ahora están en la fiesta, en suelo firme y propio, en tierras ganadas a talento y perseverancia. Digamos, a pulso.
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Hablar de arte y de mujeres artistas en la década de los 70 implicaba tocar territorios extremadamente sensibles. Era una suerte de guerra de trincheras, se avanzaba y se retrocedía sin cesar y la disputa por alcanzar una línea de frontera hacía que ambos bandos se volvieran cada vez más extremos y agresivos. Los museos históricos, el Louvre, el Prado, los Uffizi, se mantenían firmes en sus argumentaciones. Las mujeres artistas no se exhibían porque eran casi inexistentes en los períodos temporales de sus colecciones o, en su caso, no alcanzaban el nivel que legitimara la osadía. Con lógica, la posición de los museos de arte moderno era menos tajante ante la inocultable presencia femenina en las corrientes de vanguardia del siglo XX. No obstante, eran excepciones que se contaban con los dedos de la mano; basta pensar que Georgia O’Keeffe fue la primera en tener una retrospectiva en el Moma de Nueva York en 1946 y Sonia Delaunay fue la primera en tener la suya recién en 1967 en el Museo de Arte Moderno de París. Incluso antes, en 1964, Delaunay se había convertido en la primera mujer que vio su obra colgada en el Louvre, aunque la distinción fue paralela y simultánea a la donación que hizo de 114 obras (¿quid pro quo?).
La situación oscilaba, las lindes fluctuaban y las mujeres artistas eran algo así como una presencia-ausencia, lo que me recuerda una obra que lo ilustra con claridad meridiana. Es el cuadro que pintó en 1771 Johann Zoffany para el rey Jorge III, en ocasión de la fundación de la Royal Academy de Inglaterra. En él debían estar presentes todos los artistas fundadores, pero se toparon con el obstáculo de que entre ellos había dos mujeres: la pintora suiza Angelica Kauffmann y la británica Mary Moser. Para resolverlo, tuvieron la ingeniosa idea de pintar la escena durante una clase de dibujo al natural, las que en el siglo XVIII estaban prohibidas a las mujeres porque se realizaban con modelos desnudos. De esta manera, Zoffany inmortalizó a todos los fundadores hombres en elegantes poses y a las dos mujeres en sendos y recatados retratos colgados de la pared. Eran presencias-ausencias, y lo peor es que al relegarlas las convertían en meros objetos artísticos, precisamente a ellas, que eran la encarnación de la mujer sujeto del arte.
Para la década de los 90 las resistencias fueron cediendo lentamente, sobre todo, ante la energía decidida de un grupo grande de historiadoras del arte que se lanzaron a los archivos, investigaron y desenterraron documentos, escribieron artículos y libros. Figuras como Linda Nochlin, Griselda Pollock y Estrella de Diego —por citar tan solo a algunas— iluminaron lo olvidado, cuestionaron, se atrevieron y abrieron las puertas de un mundo que estaba allí, simplemente, a la espera. Y entonces ocurrió. Como en un cuentagotas imposible de detener, fueron surgiendo un sinnúmero de artistas que en los siglos XVI, XVII y XVIII habían desafiado lo establecido y, más aún, los documentos decían que habían triunfado. La frontera se volvió porosa y no solo para ellas, sino para todas, porque desde el momento en que los modos de ver cambian se comienza a aceptar que en las imágenes —igual que en las palabras— los significados pueden ser transitorios. Los almacenes y los depósitos comenzaron a abrirse y cada vez había más museos deseosos de exhibir sus obras, pero era inevitable, seguía flotando en el aire un fuerte aroma a condescendencia.
Hoy todo indica que los benévolos gestos han quedado en el olvido, el público ha consagrado a las artistas mujeres y sus exposiciones fluyen con la espontánea naturalidad de un río que no cesa de crecer. ¿Legitimadas al fin? No lo sé, porque nunca hay que bajar la guardia, pero bien vale disfrutar del momento. Se lo han ganado a pulso.