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    El caso Vivaldi

    Columnista de Búsqueda

    N° 1935 - 14 al 20 de Setiembre de 2017

    Por la misma época que los cuatros muchachos de Liverpool cruzaban a Hamburgo para dar un recital en un bar de poca monta, el mundo recién pudo conocer podríamos decir que de manera definitiva las obras del veneciano Antonio Vivaldi, que vivió y murió sobre las postrimerías del siglo XVII y las primeras décadas del siguiente, es decir, a buena distancia del rock and roll, del rock and blues y de las guitarras Rickenbacker 381, Gibson SG y Fender Telecaster, de Nikita Kruschev, de Richard Nixon, de Marylin Monroe, del Metropolitan de New York y del Albert Hall, de Londres.

    No se comprende, o no se comprendía hasta este libro que hoy presento (El caso Vivaldi, de Federico María Sardelli, Editorial Turner, que distribuye Océano), qué perverso encadenamiento de circunstancias se alinearon para ocultar los miles de folios que contenían el mayor tesoro de la personalísima expresión del barroco que Venecia ha prodigado al mundo. Porque no hubo músico en su tiempo que no buscara las piezas de Vivaldi para estudiar, para explorar horizontes nuevos, para asombrarse, para tomar de modelo, para celebrar y transmitir. En todas las academias había partituras de ese raro sacerdote que escribió óperas profanas, que nunca dio una misa cobijado en sus ataques de asma, que tuvo a su servicio una miscelánea orquesta de jovencitas del Hospital de Caridad para probar y estrenar la prácticamente totalidad de sus obras, que conoció la persecución y la censura, que se enamoró y se perdió para siempre en la soledad del invierno de Austria.

    Un detalle alcanza para ilustrar el peso específico de Vivaldi en su época y para convertir en decididamente inexplicable el extravío o el olvido: el niño Johan Sebastian Bach era el aplicado discípulo de su propio padre, que debía ponerse severo no por los motivos usales que tienen los padres puestos a enseñar, sino por los contrarios: el jovencito perdía horas de sueño de tanto que se aplicaba a la música, pero no a cualquier música, sino específicamente a la de Vivaldi. El padre descubrió que a las altas horas de la noche su hijo leía a escondidas las partituras del italiano; para evitar este extremo el hombre decidió guardar las partituras bajo llave, en la despensa de comida, pero el ingenioso niño tenía tanta necesidad de conocer, memorizar y disfrutar la música de Vivaldi, que se las ingenió para violentar astutamente el candado y dedicarse cada noche a la lectura incesante de ese infinito jardín que ha de ser, fuera de toda discusión, una réplica luminosa del Paraíso terrenal. Pienso en el Concierto Italiano, que comenta en forma de variaciones un concierto de Vivaldi, pienso en algunas de las suites para oboe y no puedo dejar de evocar esas aventuras del niño que tuvo la fortuna de conocer a tiempo la música de Vivaldi.

    El autor de este libro es responsable del Archivo Vivaldi y nos cuenta qué pasó con esos papeles que hoy cuentan con nuestra veneración y gratitud. La peripecia es increíble y tiene que ver con azares de la I Guerra Mundial, con un abnegado funcionario del gobierno de Mussolini, con el celo de unos cuantos músicos y, principalmente, con la Divina Providencia, que nos permitió a los mortales de mediados del siglo XX recuperar un valor y una apertura que de haber faltado hubiera vuelto insípida y hasta indigna de ser vivida nuestra existencia. Hay un problema: la historia es apasionante, extraña, rodeada de golpes teatrales y de crueles azares, y también de benditas casualidades, pero Sardelli en lugar de exponerla, la presenta bajo la forma de novela; trata de hacerla amable y trepidante, lo que no deja de ser una objeción por su falta de necesidad, porque los propios contenidos ya imponen esas cuotas, y también por los innúmeros detalles de circunstancias que no añaden nada al discurso general. Resultado de la errática decisión de escritura: una mediocre novela con un tema absolutamente interesante, revelador, con un caudal de información creo que totalizador del tema.

    Es obvio que no dejaré de recomendar este libro. No hay otro que recupere tan certeramente la historia de las partituras; pero también quiero prevenir: cansan un poco los colores de ambiente, los detalles grafopéyicos, las anotaciones personales al margen. Hubiera preferido el seco y suficiente inventario de los hechos y un apéndice interpretativo como toda propuesta para conocer qué pasó y qué causas explican tanto silencio por tantos años.