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    El psicólogo Talleyrand

    Columnista de Búsqueda

    N° 1958 - 22 al 28 de Febrero de 2018

    Le lectura de las Memorias de Charles Maurice de Talleyrand (Editorial Desván de Hanta, que distribuye Gussi) han regocijado mi espíritu por varias razones, siendo la primera la más obvia, a saber: tener a la vista el testimonio de un protagonista principalísimo de la historia de Francia y de Europa nada menos que entre los perturbadores años que van desde las indiferencias implacables del antiguo régimen hasta la monarquía de julio, a inicios de la década de 1830. En ese casi medio siglo en Francia ocurrió todo lo que en otros países lleva una forja de siglos y ni siquiera llega a cuajar en realidades que puedan considerarse dignas de mención. Pero el magnicidio y la impaciencia incesante de la guillotina, el fin de los estamentos sociales, un imperio tan portentoso como al que Roma le costó cientos de años establecer y consolidar, movimientos de masas nunca vistos, reformas radicales del calendario, de los tratos personales, de las jerarquías, regresos de las pompas monárquicas, en fin, transformaciones profundas que triunfaron como para siempre y enseguida resultaron negadas o anuladas, convierten a Francia en un laboratorio raro de la historia. En todo esto Talleyrand fue un actor importante, ineludible, decisivo.

    Más allá de deplorar su moral, que es un expediente sencillo y que no demanda grandes esfuerzos, hay que admirar su capacidad, su destreza, su genio para ver lo grande en lo pequeño, para sospechar adecuadamente de los acontecimientos y de las personas; para inducir a error y mostrar verdades con la misma imparcialidad con la que emitía una bendición o pellizcaba las nalgas una cortesana. Creo que su arte no debemos buscarlo en su educación formal, que no fue buena, ni en sus mayores, que apenas repararon en él, sino en su capacidad para conocer a las personas, para capturar debilidades en los gestos distraídos y nimios, para reconocer apetitos y discernir temores. Ese mérito lo llevó a ser escuchado y, peor, a que le creyeran, a que se depositara preciosa confianza en sus hábiles e inquietas manos.

    Precisamente sobre el conocimiento vivo de las personas, encuentro unas frases deliciosas sobre su amigo, competidor y enemigo Sieyes, un político sin duda dúctil y con visión de futuro; alguien que supo entender los vientos secretos de la historia y tuvo el tino de adelantarse, como aconteció con su promoción del consulado de Napoléon, gestión exitosa, pero ensombrecida por la cercanía y los paralelos manejos de Talleyrand, que terminó robándole los premios del mérito y capitalizando sin ninguna gratitud la trabajosa urdimbre de intrigas y acuerdos que se fue armando para que finalmente cristalizara ese oportuno golpe que fue el 18 Brumario.

    Copio la cruel y divertida semblanza que Tallyerand traza del personaje: “Sieyes tiene un talento vigoroso en el más alto grado; su corazón es frío y su espíritu pusilánime: su inflexibilidad radica solamente en su cabeza. Puede ser inhumano, porque el orgullo le impedirá retroceder y el miedo le atará al crimen. No profesa la igualdad por filantropía, sino por un odio violento hacia el poder de los demás. (…) Lo que él llama un principio es en sus manos un cetro de bronce que no se dobla ni a las imperfecciones de la naturaleza ni a las debilidades de la humanidad. Ignora igualmente que las virtudes o las faltas puedan ser inspiradas por la sensibilidad. Una vez tomado su partido, no le detiene ningún afecto. Considera a los hombres como un tablero de ajedrez, que hay que mover. Cuando redacta una constitución trata al país al que está destinada como un lugar donde los hombres que viven allí no sienten ni ven nada. El único sentimiento que ejerce una verdadera influencia sobre Sieyes es el miedo. (...) Orgulloso y pusilánime, es por necesidad envidioso y desconfiado; por eso no tiene amigos, pero siempre ha tenido alrededor sometidos y adictos. No tiene una fisonomía afortunada, porque lleva la marca de su carácter duro y meditativo. Su mirada tiene algo de altanería y no adquiere vivacidad más que cuando sonríe. Su tez pálida, su figura imprecisa, su paso lento y blando, todo su exterior, en fin, parece vulgar hasta que habla, y no es que hable bien. Solo dice palabras, pero cada palabra expresa una idea e indica una reflexión. En una conversación seria, nunca es atractivo, pero impone.”

    Repárese que Talleyrand habla de alguien al que consideró cercanamente como un amigo. Aunque en verdad tan solo fue su cómplice, porque —se sabe— en política la amistad no existe.