N° 1949 - 21 al 27 de Diciembre de 2017
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acáEntre 1942 y 1945 el psiquiatra austríaco Viktor Frankl permaneció cautivo en campos de concentración. Allí conoció la maldad y el odio en su estado más puro. Conoció, además, el límite moral hasta donde puede conducir la determinación de sobrevivir, y los distintos medios a los que algunos prisioneros recurrían, incluidos “la fuerza bruta, el robo, la traición o lo que fuera”. Pero, también, los inefables actos de amor, solidaridad y entrega, aun a costa de poner en riesgo la propia seguridad.
Viktor Frankl sufrió hambre, enfermedad y frío, padeció golpes e insultos, fue sometido a trabajos forzados en condiciones de crueldad indescriptible y convivió con las distintas formas de la muerte. En todo ese tiempo —durante el que varios miembros de su familia y amigos fueron asesinados— se mantuvo en pie gracias a una fortaleza suprema y a una idea que poco a poco fue creciendo hasta convertirse en convicción: tanto sufrimiento debía tener algún sentido.
Pasado el primer impacto, persuadido de que tras el brutal despojo había una obvia intención de despersonalizar y demoler la dignidad de los prisioneros, y después de atravesar una etapa de “adormecimiento de las emociones”, Frankl entendió que solo le quedaba su “existencia desnuda”. Su riqueza intelectual, sus valores y su formación académica le proporcionaron la base para desarrollar la espiritualidad que lo sostuvo a través de durísimas pruebas de resistencia emocional y física. Supo que el amor es una fuerza que impulsa a ir al encuentro del otro y que esa capacidad de descentrarse evita el ensimismamiento, crea empatía, insta a moverse por fines altruistas. En suma, nos hace mejores, restituye la dignidad perdida y habilita la esperanza de salvación. El amor —en sus diversas manifestaciones— es uno de los sentidos de la vida.
En condiciones tan extremas, los ínfimos hechos de la realidad cobran inusitada trascendencia. El valor relativo de personas, cosas y hechos adquiere otra magnitud y daríamos lo que fuera por recuperar un perfume, un sabor, una textura, una mirada, un sonido. Frankl reivindica la capacidad de rescatar algo de humor de las situaciones más trágicas, incluso de reírse de sí mismo como una manera de distanciarse de la horrenda realidad y fantasear con un futuro posible. Y resalta, también, la importancia de la sensibilidad estética para apreciar los pequeños regalos de la naturaleza o para encontrar en una canción el alivio a las penas. Es decir, el arte y la belleza como recordatorios de una humanidad adormecida, pero no derrotada.
Dice Frankl: “Los que estuvimos en campos de concentración recordamos a los hombres que iban de barracón en barracón consolando a los demás, dándoles el último trozo de pan que les quedaba. Puede que fueran pocos en número, pero ofrecían pruebas suficientes de que al hombre se le puede arrebatar todo salvo una cosa: la última de las libertades humanas, la elección de la actitud personal ante un conjunto de circunstancias para decidir su propio camino”.
Según Frankl, pretender una vida exenta de todo sufrimiento es una actitud inmadura, irresponsable y despegada de la realidad. Porque no hay vida completa si no es con una dosis mayor o menor de sufrimiento. “Considero un concepto falso y peligroso para la higiene mental”, dice, “dar por supuesto que lo que el hombre necesita ante todo es equilibrio o, como se denomina en biología, homeostasis, es decir, un estado sin tensiones. Lo que el hombre necesita no es vivir sin tensiones, sino esforzarse y luchar por una meta que le merezca la pena”. De hecho, no es infrecuente que el vacío existencial sobrevenga por ausencia de tensiones, una apatía que conduce al tedio.
No se trata de una apología del sufrimiento. Cuando es inevitable, Frankl nos invita a mirarlo de frente, abandonar nuestra actitud de víctimas y preguntarnos no por qué, sino para qué. El sufrimiento —ahora racionalizado y convertido en idea— no desaparece, pero ya no nos domina. Entender es un primer paso para recuperar el control sobre las emociones. Encontrar sentido al sufrimiento nos encauza, nos humaniza. Nos devuelve las riendas de nuestro destino.
Hay, ante todo, una reivindicación de la libertad que se opone a un determinismo causado por condicionantes biológicas, psicológicas o sociológicas. Dice Frankl: “¿Qué es el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración”.
Terminada la guerra, Frankl —que en su juventud había tenido contacto con Sigmund Freud y Alfred Adler— regresó a Viena donde retomó su vida profesional y académica. Es difícil para quien no ha atravesado situaciones tan tremendas comprender cuánto le habrá costado reinsertarse en su camino, pero no parece aventurado creer que de gran ayuda le habrá sido ponerlo en palabras y transformarlo en libro. El hombre en busca de sentido, publicado en Alemania en 1946, es no solo el relato íntimo y honesto de la experiencia del autor en los campos, sino la base teórica para lo que él dio a llamar “mi doctrina terapéutica”, la logoterapia.
Es un libro breve, con léxico y sintaxis accesibles, sobrio en el relato del horror, profundo en los conceptos que postula, amable en su sencillez, incómodo en la invitación que nos hace a ser responsables frente a nuestra vida. Se lee rápido. Queda para siempre. Solo una cosa lamento: no haberlo leído antes.