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Las palabras definen. Hieren. Pueden disminuir a una persona. Hasta hace poco, nos referíamos a alguien como “mongólico” o “retrasado mental”. Dos generaciones atrás se hablaba de la “sirvienta”. Se hacían chistes burlándose de los gays en todos los tablados de Carnaval. Y en los asados. Eso, que era horroroso, cambió. Hoy tenemos el oído más fino. Sabemos que es mejor decir que una persona “tiene una discapacidad” a que “es discapacitado”. Cómo nombrar un asunto denota sensibilidad al respecto. ¿El hablar de la manera “políticamente correcta” implica que esa persona no discrimine? No. Pero muestra que, por lo menos, ha pensado el tema. Que puede sentir empatía. Una sociedad que tiene ese cuidado probablemente sea un poco más justa, o vaya camino a serlo.
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El lenguaje inclusivo se discute estos días. La lengua y su legitimador oficial la Real Academia Española tienen una base patriarcal donde se impone lo masculino y lo femenino queda relegado. Se decía “todos” y se asumía que las mujeres estaban en ese plural. Ahora reclamamos la inclusión visible: todos y todas. Gracias a que se habla de estos temas, a muchos de nosotros al escuchar “el perro es el mejor amigo del hombre” nos suena mal. Debemos decir: “El perro es el mejor amigo del ser humano”.
Se ha intentado sustituir por neutros como la “x” o la “@” pero el que más peso parece tener es el uso de la “e” en sustitución de la “a” y la “o”. Algunos colectivos la usan y buscan imponerla. Es el caso de muchos estudiantes. El suplemento Qué pasa dio cuenta de algunos casos: “Salud, compañeres y arriba les que luchan!”, decía el comunicado del alumnado del liceo Miranda, que agradece a “familiares y vecines” que apoyaron la ocupación de la institución.
Estos días se consultan periodistas, psiquiatras infantiles, autoridades, ministros, lingüistas, y la gente se pronuncia en las redes sociales. El senador Pablo Mieres dijo que habría que “sancionar” a los docentes que permitan el uso de este lenguaje. Es, por lo menos, desproporcionado.
Ninguna solución parece del todo buena. En España el debate también se polariza. Arturo Pérez Reverte dijo que renunciaría a su sillón en la RAE si la Constitución española aprobara cambios en su redacción en lo que respecta al lenguaje inclusivo. No es una posición inteligente la del escritor; debería dar la batalla desde dentro de la RAE, que para algo lo nombró. La institución deberá rever su integración: de sus 46 miembros solo 8 son mujeres.
Su director Darío Villanueva en una nota con El País de Madrid volvió a explicar que la academia nunca puede estar a la vanguardia: “Tenemos que ir por detrás de la sociedad. La academia no inventa, no propone, no impone, no induce el uso de las palabras, sino que recoge las que la sociedad genera. Es un problema sin solución”.
Aquí, el asunto llegó al Senado. El senador del MPP Charles Carrera dijo que debería usarse “en honor a nuestra vicepresidenta y a las compañeras senadoras que tenemos”. Es llamativo que quiera honrar a Lucía Topolansky, que no tiene interés en los temas de género ni votó la cuota política. El también senador del MPP José Mujica nunca recibió a los colectivos feministas durante su mandato.
El lenguaje tiene la facultad de subvertir y engañar. Cuando La Nación escribió la semana pasada que “un hombre dejó embarazada a su hija adolescente” debió decir “un hombre violó a su hija adolescente”. La lengua tiene un potencial ilimitado y teóricamente cualquier modificación es posible y solo requiere tiempo. Esta revolución de las mujeres llegó para quedarse: si tuviera que arriesgar, en pocos años la Constitución no va a decir más “los uruguayos” para referirse al conjunto de todos nosotros. Qué, cuándo y cómo se va a desenrollar este embrollo, nadie lo puede saber.
El debate serio debería ser qué hacer con las cifras en educación. En Uruguay, 60% de los jóvenes no culminan educación media. No hay suficientes docentes de algunas asignaturas. La mitad de nuestros estudiantes no alcanzan competencias mínimas en matemática, según PISA. De eso hay que hablar y no del color de la túnica o intentar refundar el concepto de abanderado.