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    María Esther Gilio, la gran entrevistadora

    N° 1976 - 05 al 11 de Julio de 2018

    , regenerado3

    ¡Estoy harta de Onetti! ¡Harta de que me pregunten si me acosté o no con él cuando tenía dieciséis años, treinta y siete o cuarenta y ocho!¡Hace setenta años que me hacen la misma pregunta! Me da la sensación de que, no importa dónde esté yo, de dónde venga, no importa lo que haga o deje de hacer, todos los caminos llevan a Onetti. Tuve una vida a pesar de Onetti. A-pe-sar. 

    María Esther Gilio, la gran entrevistadora uruguaya que murió en agosto de 2011, se quejaba, con humor, de esa realidad. Lo entrevistó muchísimas veces, escribió un libro sobre él, y la relación entre ambos fue llevada al teatro. Walter Reyno compuso un Onetti seductor, peleador, gracioso. Ambos tenían un juego. Se gritaban, se insultaban. Se trataban de usted. “Eso hacía las discusiones todavía más divertidas. Lo disfrutábamos. Nos conocíamos tanto que podíamos sacar nuestra parte más salvaje”, dice Gilio en el libro Lloverá siempre, de la argentina Liliana Villanueva.

    Es interesante detenerse en esa forma de pararse de ella frente al entrevistado. Hay técnicas en el arte de entrevistar y mucho se aprende sobre la marcha, pero Gilio había pensado mucho sobre la entrevista, un diálogo injusto a veces, a la que se dedicó durante 40 años. 

    Entrevistó a Borges, Bioy Casares, Clarice Lispector, Idea Vilariño, Troilo, Roa Bastos, Manuel Puig, a decenas de psicoanalistas, a Carlos Monzón, a campesinos, a gente común. 

    Muchas veces transcribía textualmente lo que escuchaba: “A veces la gente dice cosas maravillosas”. En ocasiones, al lector le parecía que ella era parte de la entrevista, de alguna extraña manera se colaba su voz, pero era por el arrojo o la forma original de preguntar. Era curiosa, tenía imaginación, preparaba sus notas con rigor. Para ella, la entrevista era como un vestido al que se le saca de un lado para agregar en otro. A veces, sumaba toques de color para darle cierta gracia y elegancia al texto. Cuando volvió al país, después del exilio, en el Vapor de la Carrera, en marzo de 1985, había unas cuarenta personas esperándola. En el libro dice que en el muelle la esperaban dos exmaridos. En realidad, solo estaba Darío —el único matrimonio que tuvo— pero le pareció que “dos exmaridos” quedaba mejor. 

    Tenía algo de actriz. Usaba la ingenuidad. “A veces mi ingenuidad es auténtica, claro, pero en otras ocasiones es simulada”, al punto, en sus palabras, de hacerse la idiota. Decía que hay mucho de ficción en la entrevista. Que el entrevistado es siempre el protagonista. Que nunca se deben mostrar las entrevistas antes de publicar, aunque lo pidan. 

    En el libro, Gilio —que afirma no haberse sentido discriminada nunca— dice que se especializó en la entrevista en parte por su condición de mujer, porque las mujeres tenemos una mayor facilidad para producir diálogo y también por la capacidad de mirar los detalles. 

    Le gustaba hablar de amores idílicos, como el que sintió por Roa Bastos (“del que me enamoré un poquito”) y por Bioy Casares, que le dio un beso en el pelo. Dos semanas pasó pegada al teléfono esperando que la llamara. Después se dio cuenta de que no valía la pena y se dedicó a su siguiente trabajo. 

    La tesis de Villanueva, desarrollada en conversación con Gilio, es que ella fue la muchacha de 16 años en la que Onetti se inspiró para su primera novela, El Pozo. Esa tesis fue refutada semanas atrás con dureza por Carlos María Domínguez en El Pais Cultural (Domínguez, entre otras cosas, hizo junto a Gilio una biografía de Onetti, Estás aquí para creerme). En la nota, Domínguez señala que el libro tiene varios errores y que el hecho de que Gilio estuviera prácticamente ciega en sus últimos años la llevó a estar algo desestabilizada emocionalmente y que fue en esa época que se hizo el libro. Dice que en realidad Onetti la describió con palabras “crueles”.

    En todo caso, el acierto de la argentina Liliana Villanueva fue escribir sobre Gilio. Muchos la conocimos, la leímos. Hasta en sus últimas entrevistas se notaba el entusiasmo que sentía por su trabajo. Por su entrevistado. En esa larga entrevista que es Lloverá siempre varias veces se tocan temas que tienen que ver con la intimidad, como cuando Gilio descubrió que su marido la engañaba con su mejor amiga. O cómo dejó a sus hijas al irse al exilio (“Mi hija me dice que la abandoné, ella tenía catorce o quince años cuando me fui. Si me hubiera quedado, me hubieran matado. Creo que es mejor tener, aunque lejos, una madre viva”). También el desasosiego que sintió en el exilio y cómo lloraba un rato todos los días. 

    Dice algo que no es propio de las mujeres de su generación: habla de la importancia del trabajo y de la felicidad que le dio a ella. Si bien llegó al periodismo de casualidad (con su marido solían ir a Marcha de visita a conversar, y un día Quijano la llamó para que escribiera) no podía imaginarse su vida sin el periodismo: “Mi trabajo es mi vida. Una de las cosas más importantes en la vida es el trabajo, elegir un trabajo que a uno le guste, hacerlo lo mejor que puedas, esa ya es una fuente de felicidad enorme. Creo que he sido feliz, no una locura de felicidad, pero sí una felicidad respetable”. 

    Por momentos, leer el libro de Villanueva es como sentarse con Gilio —que fue generosa con los colegas y recibía a quien la llamara— y almorzar en su apartamento de la calle Cavia. Así la recordaré yo, con 80 años, vestida con championes Converse blancos y hablando de periodismo con el entusiasmo de quien hace su primera nota.