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Como no sé demasiado de fútbol, me quedo afuera de la ¿mitad?, ¿tres cuartas partes? de las conversaciones. Tampoco miro muchas series —sigo preferiendo sentarme en una sala de cine— y creo que la última que vi entera fue Masters of Sex. Pero ahora me entusiasmé con Big Little Lies, la de las mujeres ricas, la de Nicole Kidman, la de las casas fabulosas sobre la costa de California.
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El personaje de Reese Witherspoon le dice apenas la conoce a otra “madre del colegio”: en este lugar hay una guerra entre las “madres a tiempo completo” y las que ejercen una profesión. Hay muchos niños que son el hobby de los padres, niños que son una prolongación de la competencia que se vive allí: todos quieren que los demás crean que sus vidas son perfectas. Sus casas lo son. Cajas de vidrio con decks impresionantes donde la pareja, al volver del trabajo, toma vino en copas enormes.
De la inmensa cantidad de clichés que hay en el mundo, la imagen del entorno idílico que esconde un paisaje más siniestro debajo de tanta luz y prosperidad es uno de los más explorados. Tarde o temprano aparece alguna serie, alguna película, alguna novela, que se instala en el cliché, lo rodea, lo parasita, vive de él. En la prehistoria de la ficción televisiva fue David Lynch el que nos metió en un pueblito donde estaba todo bien pero estaba todo mal.
Big Little Lies, una de las ficciones del año, no es “una telenovela de señoras ricas”, como la definió un crítico estadounidense. Ya terminó, pero allí sigue en HBO y permite volver y recorrer esta historia que explora la complejidad del mundo femenino y las formas de relacionarse de algunas mujeres, de cómo crían y educan a sus hijos y a los hijos de otros en un pequeño y snob pueblo de la costa oeste de Estados Unidos. Es una historia sobre la amistad femenina, sobre la violencia, sobre las razones íntimas y secretas que conducen a que las personas sigan en relaciones abusivas y violentas.
Son mujeres que de noche sufren porque se comparan con las otras madres y por el costo de sus exigentes carreras: “¿Dejé de ser divertida?, ¿es eso? ¿Me convertí en una ejecutiva controladora y obsesiva?”, se pregunta Renata Klein (Laura Dern) frente a un ventanal. Otra sufre porque su exmarido tiene una nueva mujer que es mucho más joven y sexy, y tiene miedo de perder a su hija adolescente a manos de esa madrastra cool. La que es madre soltera sufre y esconde un revólver en su mesa de luz.
La serie, donde hay un asesinato del que todas pueden ser culpables, es una muestra más del salto en materia de complejidad en lo que hasta ahora han sido los personajes femeninos. Quiebra el techo de las producciones televisivas que consumimos. Las actrices están geniales: Nicole Kidman, que está en su mejor año después de mucho, mucho tiempo, Reese Witherspoon, que confirma su capacidad para nadar en aguas profundas, Shailene Woodley, que ya no es una promesa y Laura Dern, que irradia autoridad y fragilidad a través de un personaje irremisiblemente enredado. Kidman en su papel de Celeste Wright me hace acordar a su rol en Los otros. Está con esa energía y su voz está en un registro que es, sencillamente, irresistible. Kidman se movió con libertad en la composición de Celeste, y el director Jean-Marc Vallee simplemente la siguió con la cámara. Funciona como una máquina precisa, elegante, misteriosa e inquietante.
La historia está basada en una novela escrita por la australiana Liane Moriarty. Las productoras ejecutivas fueron Kidman y Witherspoon, dos actrices que representan dos generaciones y estilos diferentes.
Hay bastantes escenas de sexo, casas increíbles, una buena banda sonora, un mar que es hipnótico. Problemas de pareja y de familia. Ya se habla de una segunda temporada.