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    Una noche en la Alhambra

    Era invierno en Granada y anochecía. Estaban en un restaurante cerca del Mirador de San Nicolás. Les habían dado la mejor mesa, en un saloncito privado, junto a un ventanal desde donde se veía la Alhambra. Enrojecían sus muros apretados entre los últimos destellos del día y las luces que poco a poco se encendían. Detrás, las cumbres de la Sierra Nevada, recortadas contra el fondo azul oscuro del cielo que ya viraba hacia el negro, parecían un decorado de cartón piedra. 

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    La reserva había sido hecha con antelación suficiente y acaso costado algún dinero extra. Una tonadilla gitana sonaba apenas con el gracejo justo para ambientar sin interferir con las palabras. El aire tibio de la calefacción devolvía al rostro el color arrebatado por los rigores de la intemperie. Flotaba un perfume a vainilla y canela. 

    Dice quien esto me cuenta que el caballero se mostró cordial y algo soberbio. Envanecido quizá por la circunstancia de haber estado allí una o más veces, se ufanaba en exhibir sus condiciones de locatario con la obvia intención de impresionar. No era descortés en el trato a las personas de servicio, pero marcaba distancia. Hacía lo posible por forzar algún diálogo que dejara clara su condición de habitué y los otros le seguían el juego intercalando frases como “Lo de siempre, ¿verdad?” o deslizando brevísimos comentarios que indicaban una cierta familiaridad no exenta de respeto. 

    Mi informante —a quien llamaremos Al, solo por simplificar y estar a tono con los aires árabes de esta columna— creyó por un momento que había ingresado en una dimensión mágica. Superado el leve rechazo que al comienzo le produjeron los modales sobreactuados de su anfitrión, se dejó fascinar por el entorno y las delicias que poco a poco iban llegando a la mesa. A lo lejos, las torres iluminadas eran una cinta de oro labrada entre la densidad del follaje y la negrura instalada en el cielo. Junto a esas torres habían paseado unas horas antes, deslumbrados por los jardines perfectos, la dulzura cantarina de las aguas, la magnificencia de los interiores nazaríes y la delicadeza de sus intrincados diseños. 

    Habas con jamón, bacalao a la granadina y queso manchego de entrada (Al no dice entrada, sino entrante); panes de varios tipos y una salsa de pimentón y oliva que levantaba suspiros. El plato principal fue una degustación de exquisiteces: pimientos de piquillo con alcachofas, boquerones fritos, rabo de toro al vino tinto y unas chuletitas de cordero a la miel de caña cuyo solo recuerdo hace que Al entorne los ojos. 

    Al no se destaca por su conocimiento de vinos, así que no me da detalles al respecto. Se limita a contar —actuación incluida— la sofisticada competencia de conocimientos que se celebró entre el sommelier y el caballero galante. A juzgar por el relato —que en este punto Al exagera un poco—, durante la cena hubo tres variedades de vino y una cuarta rechazada por no sé qué defecto que Al, por supuesto, jamás hubiera podido detectar, pero que alcanzó para que el caballero montara un numerito de erudición con las consiguientes disculpas del sommelier, todo lo cual hizo sentir a Al vergüenza ajena. 

    La conversación fue un trámite aparte. El anfitrión se mostró cultísimo, no demasiado interesado en escuchar, sino más bien en escucharse, pero dueño de una charla amena que permitía a Al disfrutar de la comida mientras fingía atención y sorpresa. Habló de sus muchos viajes que incluían destinos exóticos —como Uruguay, dijo quizá a modo de broma que Al festejó, aunque no le pareció graciosa—, de una sastrería antigua donde confeccionaban sobretodos a medida en un día, de un manuscrito original de García Lorca que había heredado de su tío abuelo y que esperaba vender a buen precio, de un agua de colonia cuya fórmula exclusiva pertenecía desde hacía siglos a su familia y que le preparaban en una perfumería madrileña, de cuevas gitanas donde por las noches bailaban flamenco. 

    A los postres ordenó —huelga decir que Al no eligió ni el punto de la carne y que se limitó a dejarse avasallar por aquel exceso de cortesía— sorbete de limón al champagne y frutas de la época en lluvia de pimienta, un nombre algo pomposo para lo que después se reveló como una ensalada de frutas de lo más corriente. 

    La cena fue tan encantadora que Al no se hubiera sorprendido si de pronto hubiera irrumpido en el saloncito el mismísimo Muhammad ibn Nasr, primer rey del Reino de Granada, con turbante y todo. Hubiera sido una grosería el más leve intento de sugerir pagar o incluso compartir la cuenta, así que —en un agradable sopor nacido de tanto manjar, tanta cháchara y tanta bebida— Al pintó en su rostro una sonrisa vacía mientras por dentro iba llenándose de sueño y dejó que el otro extendiera su tarjeta de crédito. 

    Al dice que, de no haber sucedido lo que aconteció casi de inmediato, aquella habría sido una de sus más memorables cenas. Pero siempre hay un diablillo de realidad que viene a meter la cola en nuestra fantasía y nos despierta. Al arrullo de los vinos y con el estómago lleno, Al se despidió de la magnífica vista de la Alhambra y se envolvió en el grueso abrigo que alguien sostenía tras su espalda. Luego inició la marcha hacia la salida a través de una sala más amplia donde ya estaban vacías todas las mesas. En una de ellas vio una canastita donde un comensal generoso había dejado unos billetes de propina. No puede asegurar el monto, pero dice que no serían menos de veinte o treinta euros, una fortuna pequeña para quien nada tiene, aunque una insignificancia para quien puede costear una cena en un sitio tan lujoso como ese. 

    Al caminaba delante y tuvo un mal presentimiento, una ráfaga de cinismo y bajeza que no sabe de dónde le vino. Entonces giró un poquito justo a tiempo para ver de reojo a su caballero que estiraba la mano con velocidad suprema —como la lengua de un camaleón al atrapar un insecto— y se guardaba los euros. Esa horrenda constatación explotó la burbuja, rasgó la belleza, rompió el hechizo, acabó con la fantasía y con cualquier promesa. 

    Al dijo que no se sentía bien y que necesitaba descansar. Llegó a su hotel, despidió con brusquedad al estupefacto caballero, se dejó caer en la cama con los zapatos puestos y se durmió maldiciéndolo. No tanto por lo inmoral del acto, me dice con indignación renovada, sino porque junto con los euros el muy cretino se había robado la magia de la noche. ¿Con qué derecho, eh, con qué derecho?

    ?? De animales a dioses