En el año 379, en la Constantinopla regida por el arzobispo Gregorio Nacianceno, se ubican los primeros registros de un banquete de Navidad el 25 de diciembre. Muy poco antes, en el año 350, el papa Julio I había fijado esa fecha para celebrar el nacimiento de Jesús. El cristianismo comenzaba a cobrar fuerza en el Imperio romano, hasta convertirse en su religión oficial en 380. Ese proceso de inculturación incluyó resignificar la fiesta pagana de Sol Invictus, al final de las Saturnales, festejando que los días comenzaban a hacerse más largos debido al solsticio de invierno. De festejarse un renacimiento pasó a conmemorarse un nacimiento, quizá el más importante de la humanidad, cuya real fecha no está aún hoy definida.
“La fiesta cristiana más antigua y más importante es la Pascua, porque hay más evidencia histórica y más precisión”, dice a Galería Miguel Pastorino, profesor de Filosofía y Ciencias de la Religión del Departamento de Humanidades de la Universidad Católica del Uruguay. La fecha de nacimiento de Cristo, que para la grey es Dios hecho hombre, es solo simbólica.
Es imposible que haya nacido un 25 de diciembre porque, según los Testamentos de los apóstoles Lucas y Mateo, su venida al mundo fue en una noche de temperatura agradable, en la que se podía pastorear y ver las estrellas. La actual Navidad coincide con el período más frío en su entonces natal Judea; es muy improbable, además, que un bebé hubiera logrado sobrevivir en las precarias condiciones en las que nació, de acuerdo con los registros. Algunos investigadores sostienen que nació en abril; otros, en setiembre.
Al ganar terreno en el Imperio romano, el cristianismo fue colocando “estratégicamente” sus celebraciones más importantes. “Entre los siglo III y IV había un fuerte culto religioso hacia el Sol, y eran tan importantes que los propios romanos invitaban a los cristianos a celebrar. Ante la preocupación por ese sincretismo, la Iglesia ‘introdujo’ la Navidad en la fiesta de Sol Invictus, simbolizando que la llegada de Cristo fue el verdadero sol que vino a iluminar a la humanidad el 25 de diciembre”, que era el día en que culminaban esas celebraciones paganas, indica Pastorino. Esta suerte de “competencia”, subraya, no significa que el festejo de la Navidad —que viene de nativitas: “nacimiento”, en latín— tenga origen en un acontecimiento romano, ya que el cristianismo tiene su propia doctrina.
Sí se da la paradoja de que, en los hechos, con muy pocos días de diferencia el calendario cristiano incluya dos celebraciones —Navidad y Epifanía— que remiten al mismo episodio. El tiempo los transformaría en dos fechas comerciales.
Miguel Pastorino dice empero que es un “error histórico” considerar que se resignificaron fiestas paganas para darles un sentido cristiano. En todo caso, lo que ocurre es un proceso natural, una mezcla de dos mundos, en la que elementos de la fe se combinan con la cultura ambiental. Es por eso que la Navidad, hoy la celebración cristiana más popular de todas, no se celebra de igual forma en todos los países del mundo.
Esa mezcla de dos mundos es la que trajo consigo otros elementos. El nacimiento del árbol de Navidad es atribuido a San Bonifacio (680-754), apóstol de Alemania, quien cambió el Yggdrasil, el “árbol del Universo” con que los paganos nórdicos honraban en una fecha cercana a la Navidad a Frey, el dios de la fertilidad, y lo cambió por un pino, “perenne como el amor de Dios”, adornado con manzanas y velas. Estos fueron los antepasados de los chirimbolos modernos. A partir del siglo XIX el arbolito como lo conocemos ya se extendió por todo el mundo.
Sin embargo, hay un elemento que —quitando lo religioso— parece ser el más unificador en el planeta: Papá Noel.
La festividad y el comercio. Más o menos por la misma época que se comenzó a celebrar la Navidad, en el siglo IV, un obispo cristiano que nació en la portuaria ciudad de Patara, hoy Turquía, llamado Nicolás de Bari decidió dar la inmensa fortuna que heredó antes de cumplir los veinte años entre los necesitados. Una de las historias más divulgadas habla de que metió por la ventana de la casa de un noble de su pueblo natal totalmente venido a menos, tres bolsas repletas de monedas de oro para que no tuviera que salir a vender (prostituir) a sus tres hijas. Siempre representado con una profusa barba blanca, el ya canonizado San Nicolás es considerado el antecesor de Papá Noel.
Este fue el aporte cristiano a una costumbre ya existente en el Imperio romano en las Saturnales. Estas eran unas festividades en diciembre dedicadas a Saturno, que terminaban justamente con el Sol Invictus, en la cual amigos y familiares se intercambiaban regalos. Los niños solían recibir bocados con nuez y figuritas de cera o terracota, simbolizando a sus antepasados.
La primera noción de regalos desde el punto de vista de la fe cristiana está, obviamente, relacionado con la Epifanía, con los llamados Reyes Magos obsequiando incienso, oro y mirra al niño recién nacido.
Más allá de figuras folklóricas o mitológicas de distintas regiones —como la Befana en Italia, el Cagatio o Tió de Nadal en Cataluña o el Olentzero en el País Vasco—, ninguna ha superado en el imaginario popular a Papá Noel, fruto de idas y vueltas transatlánticas. En el siglo XVII, los inmigrantes neerlandeses llevaron a la entonces Nueva Ámsterdam y hoy Nueva York el culto a Sinterklaas, San Nicolás, que, como su antecesor de Patara, traía regalos y dádivas. Acá ya hay registros de golosinas y juguetes dejados junto a los zapatos de los niños (como en un 6 de enero criollo), solo que en los actuales Países Bajos eso ocurría el 5 de diciembre.
Un escritor y diplomático neoyorquino llamado Washington Irving, el mismo que en 1820 popularizó La leyenda del jinete sin cabeza, fue quien en su sátira de 1809 Historias de Nueva York transformó a Sinterklaas en Santa Claus, sin más argumento que un atropello fonético. En este se basó el poeta Clement Moore para darle en 1823 agilidad, la función de repartir regalos y un trineo tirado por renos; era pequeño y delgado, más parecido a un duende que a un obeso regalón. A su vez, el dibujante alemán Thomas Nast se inspiró en este poema para diseñarlo, en 1863 y en la revista Harper’s Weekly, para darle su vestimenta abrigada, su barba tupida y su aspecto regordete y bonachón. Para entonces, esta imagen había cruzado el Atlántico y confundido con el francés Bonhomme Noël, antecesor del Peré Noël (Papá Noel), cuya mayor diferencia estaba en el color de su ropa.
Sin embargo, el impulso mundial de esta figura ocurrió hace 90 años, en 1931, cuando The Coca Cola Company encargó al pintor Haddon Sundblom, de origen sueco pero nacido en Michigan, que le diera una imagen definitiva a Santa Claus. Esta es más “humana” y menos mágica (salvo la parte del trineo volador y de pasar por todas las casas del mundo en una noche, está claro), ataviada con los colores mundialmente asociados al refresco. Aunque en rigor a la verdad ya era común relacionarlo con el rojo y blanco, lo cierto es que también hubo otras versiones populares durante el siglo XIX, en el que estaba vestido de dorado o verde, que prácticamente desaparecieron. Y siempre, como San Nicolás o Santa Claus, como la Befana o el Cagatio, estará asociado a los regalos.
Luego de la Navidad 2020 azotada por la pandemia, se espera que esta temporada sea récord en materia de ventas. De acuerdo con la CNN, se estima que en Estados Unidos las ventas minoristas en noviembre y diciembre aumenten entre 8,5% y 10,5% este año en comparación con la anterior. “La parte comercial se desarrolló paralelamente con la sociedad de consumo. Ahora se puede decir que estamos en un momento escandaloso”, opina Miguel Pastorino. La influencia de Papá Noel/Santa Claus es tal que la Navidad terminó en buena parte del mundo eclipsando como festividad a la Noche de Reyes Magos. Mucho tiene que ver que desde el hemisferio norte y anglosajón, las expresiones culturales vinculadas al 25 de diciembre —películas, canciones populares o cuentos— sean incontables, mientras que son prácticamente inexistentes las referidas al 6 de enero. Y el viejo regordete, simpático y mágico tiene mucho que ver.
“La importancia del regalo de Navidad debería radicar en la importancia de lo gratuito, porque Dios es amor, y el amor es gratis y se entrega a cambio de nada. Quien ama no espera una respuesta, la puede buscar pero no lo condiciona para amar. Lo más importante, la vida, el amor, los afectos, te lo regalaron, no lo tuviste que comprar. De algún modo, la imagen de un niño esperando un obsequio es la imagen inocente de alguien que celebra que le regalen, que no se siente obligado a hacer una devolución”, indica el docente. En contrapartida a eso, lamenta, lo que se ve hoy es un mandato social a comprar y comprar.
En Uruguay, siempre considerado una isla laica en el continente más religioso del mundo, más allá de campañas como las que la Iglesia católica impulsa con las balconeras “Navidad con Jesús”, no es la arista religiosa la más destacada en estos tiempos. No puede serlo, en un país donde —recuerda Pastorino— los católicos dicen ser un 38% —aunque no más de 4% o 5% son practicantes— y los evangélicos no superan el 13%. “Acá es una fiesta que se resignifica, que se le busca otro sentido como el del reencuentro con la familia. En general, la gente celebra estas fechas de una manera distante con la tradición cristiana aunque conserve sus símbolos y tradiciones, igual que con las Pascuas”. De cualquier forma, seguramente la mejor manera de disfrutar la magia de la Navidad, la más austera y sincera, sea compartiendo un momento de paz y amor con el otro; eso siempre es gratis