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    Los nenes y las nenas

    En enero a veces me acercaba a La Pedrera en bici para comprar algo o pasear por su hermosa rambla.

    No era fácil. A la hora en que el sol cedía, los nenes y las nenas dejaban la playa para mostrarse en la pasarela de la peatonal. Un hervidero de seres humanos divididos por sexo/género se movía en un paseo que parecía la cinta de Moebius.

    Como si un celador invisible los dividiera, iban estrictamente por separado. Los nenes, muy similares entre sí: bermudas hasta la rodilla y lentes de sol. Las nenas vestían de un modo más variado: pareos, vestidos blancos con puntillas o blusas al viento. El pelo, largo y rubio, aunque más no sea con claritos.

    Sanos y vigorosos ejemplares de la especie humana que rondaban las calles sin cruzarse entre sí. Era un ritual de cortejo, más viejo que el mundo, pero me asombró que en el siglo XXI los amigos solo se hallen a gusto con amigos (conté diez chicos agrupados en la Playa del Barco, mirando a las chicas en la lejanía).

    Asimismo, las chicas, en patota, parecían salidas de una pintura del Museo del Prado: bañistas de perfecto cuerpo para ser observado por turistas mirones.

    Mi sobrina me explicó la división por sexo. Ella jamás alquilaría una casa compartida con hombres: “son mugrientos”. Entonces va en barra solo con chicas.

    Mi  amiga argentina por primera vez invitaba a su casa a las amigas de su hija: las nenas habían cumplido 18 años. Hacían la previa con fernet, vermut, vodka y a las 2 de la mañana, se iban caminando por la playa hasta La Pedrera. El objetivo: bailar en los restopubs (gigantescos tumultos de gente entre los jardines del interior de las manzanas), hasta las 8. Luego volver. La madre, sin dormir, enviando mensajes al celular de la nena, temiendo por su vida.

    Le pregunto a mi sobrina (habitué de uno de los boliches amonestados por la Justicia), cómo se relacionan los nenes y las nenas en el baile. Me contesta presto “yo voy con mis amigas a bailar porque me gusta, no por levante”. Lo mismo me repite la hija de mi amiga argentina. Les consulto si alguna vez bailan con un chico, dicen que en ese caso el individuo se acerca a la bailarina y le toma la mano. Si la chica quiere “levante”, entonces sigue bailando con él. Pero mi sobrina y la nena argentina me aseguraron que ellas sueltan las manos, prestas. En verdad, las manos están para sostener el celular y el alcohol.

    El estruendo de la música de los boliches hace que los nenes y las nenas no se hablen ni escuchen. Posiblemente se tomen fotos, y en algún momento se den los números. O besos.

    En un paseo en bicicleta descubrí la vieja casa de mi amiga Virginia, con un cartel “Se vende”. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Cuatro generaciones vacacionaron ahí, felices. Ahora nadie quiere pisarla porque su fondo da a un consabido boliche.

    Las jóvenes ciudadanos de la era “progresista” expulsaron a los familiones que se llevaban torres de libros para leer y una guitarra para cantar.

    En tiempos en que los nenes y las nenas caían presos.