Con una trayectoria de 15 años en Estados Unidos, la uruguaya se incorpora al Ballet Nacional del Sodre como primera bailarina, lugar que dejó María Noel Riccetto
Con una trayectoria de 15 años en Estados Unidos, la uruguaya se incorpora al Ballet Nacional del Sodre como primera bailarina, lugar que dejó María Noel Riccetto
Con una trayectoria de 15 años en Estados Unidos, la uruguaya se incorpora al Ballet Nacional del Sodre como primera bailarina, lugar que dejó María Noel Riccetto
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En caso de que tengas dudas o consultas podés escribir a [email protected] contactarte por WhatsApp acá"¿Ya estamos listos?", pregunta Igor Yebra. El director del Ballet Nacional del Sodre (BNS) cruza la puerta agitado, se toma un segundo para saludar al equipo y agarra el micrófono para hablar frente a las cámaras en un salón del cuarto piso del Auditorio. El tiempo apremia, pero está todo preparado. La prohibición de los espectáculos públicos y de los ensayos obligó al BNS a reinventarse con un ciclo de clases de ballet que se transmiten por las cuentas oficiales de Instagram y Facebook. "Ya perdimos la cuenta de cuántos vivos vamos", confiesa el director. Pero esta tarde seguramente quedará en el recuerdo. La clase será conducida por Nadia Mara, una uruguaya de 34 años que construyó su carrera en Estados Unidos y regresa, después de 15 años, para ser la primera bailarina del cuerpo oficial.
Quienes la conocen dicen que cultiva el perfil bajo y es discreta. A simple vista es menuda, sencilla y con rasgos delicados; se nota que piensa cada movimiento y es muy perfeccionista. Tal vez sea por estas cualidades que su nombre se manejó en las oficinas del BNS desde la época de Julio Bocca y el año pasado la dirección de Igor Yebra la invitó a participar como protagonista del Onegin. Tras el éxito de esta pieza, Yebra le preguntó si quería ocupar el principal rol de la compañía. "Sentí que era el momento", dice ella. Entonces, decidió volver para quedarse.
Ni la pandemia ni las limitaciones de los vuelos comerciales retrasaron demasiado la llegada de Nadia a Uruguay. Una vez aquí, la rutina que tenía con su novio en Atlanta fue suplantada por la cuarentena en su casa en Las Toscas, donde aprovechó -ansiedad mediante- a planificar sus primeros pasos en el Sodre y los reencuentros con compañeros de la Escuela Nacional, donde se formó. "Llegás y te parece que no te fuiste nunca", comenta. Cuando el Auditorio abra sus puertas, debutará con Un tranvía llamado deseo, una obra que no pensaba interpretar y que será (o eso espera) su última bienvenida.
¿Siempre tuvo la intención de volver a Montevideo?
Sí, siempre. Yo decía que me iba, pero que iba a volver a mi país. Aunque estuve lejos por mucho tiempo, soy muy familiera y hablaba con mi madre (que lamentablemente falleció) y mi padre todos los días. A veces sentía que tenía más conexión con ellos que con mi hermano que estaba acá; mi padre me jorobaba y me decía que vivía con él pero sabía más de mi vida. Ellos siempre me apoyaron con el ballet porque saben que me apasiona; es un arte que me ha dado y me sigue dejando muchas enseñanzas. Cuando estás en el escenario, te entregás al otro. El ballet es mi vida desde que soy chiquita y mis padres lo veían, lo sentían y me apoyaron de jovencita. Como mi padre y mi hermano mayor se habían ido a estudiar becados a Estados Unidos, yo era una más. Fue duro irme porque no había Internet, no tenía celular, no tenía computadora. Los últimos años fueron más fáciles porque me adapté, hice mi vida y llegaron el Facetime y WhatsApp para cambiarlo todo.
¿Le costó tomar la decisión de volver al Ballet Nacional?
Es una decisión que estuve pensando al menos por tres años. La propuesta llegó con Julio Bocca, ya hace un tiempo, pero no sabía si era el momento adecuado. Yo estaba bailando muchísimo en Atlanta y venirme significaba quedarme a vivir. Uno después de que vuelve no se va, ¿no? Y también tengo a mi pareja, mi vida, en Estados Unidos. Hace mucho que estaba tratando de encontrar el momento exacto emocionalmente. Yo había decidido irme para conocer otros tipos de ballet y danza, quería ser una esponja y absorber lo que podía. Ahora ya probé y era un buen momento.
En setiembre de 2019 estuvo como invitada del BNS en la obra Onegin. ¿La experiencia fue un punto de inflexión? ¿La ayudó a dar el empujón?
Sí, claro. La obra es increíble y yo la había querido bailar siempre. Volver a mi país, hacer una obra que nunca había hecho y prepararla de cero fue doblemente emocionante. Los bailarines ya la estaban ensayando, yo la aprendí por videos y, cuando llegué, tuve la ayuda de maestros. Fue una experiencia increíble, primero, porque es mi país y, segundo, por el apoyo de mi familia, de mis amigos. Es otra cosa: me sentí en casa y me atendieron muy bien. Me acuerdo que después de la última función, subí a la oficina de Igor y él me preguntó qué me parecía volver. Yo estaba emocionada y le dije que sí, me desbordé. Todavía tengo la imagen del momento en que se subió el telón y a la primera persona que vi fue a mi hermano; no sé si se le caían las lágrimas, pero tenía una emoción increíble. Con mi padre pasó lo mismo y ahí sentí una señal, era el momento de hacerlo.
Viajó desde Atlanta a Montevideo en medio de la pandemia. ¿Cómo fue la despedida en la compañía después de tantos años?
En realidad, mi temporada en Atlanta terminaba en mayo, pero con la pandemia se pararon las funciones y los ensayos. Yo tenía que llegar aquí el 20 de mayo y no pude hacerlo. Fue horrible porque no me pude despedir de la gente personalmente; a algunos los vi a la distancia pero no es lo mismo. Me acuerdo de que un sábado terminamos un ensayo y nos dijeron que nos veíamos el martes, pero nunca más pisamos los salones. Para mí, el Atlanta Ballet es mi familia, es donde yo crecí. A los 19 años ya estaba bailando sobre los escenarios y lo siento como una casa. Yo aprendí a ser una bailarina profesional con ellos. Cuando pude viajar, me vine y me instalé en Las Toscas. Ahí no paré: estuve lo más aislada posible de mi familia y entrené todo lo que pude. Venía con mucha ansiedad por volver y no poder estar en un salón. Así uno no se siente bailarina; si estás en tu casa hacés la clase (y clases de yoga, pilates, contemporáneo), pero no alcanza. Solo alcanza por cansancio, no llena. Fue muy raro.
La llegada de Julio Bocca primero y de María Noel Riccetto después cambió la forma en que son vistas las figuras del ballet. ¿Qué imagen quiere mostrar fuera de los escenarios?
Yo quiero seguir siendo como soy, no quiero cambiar nada. Mis redes sociales están abiertas, pongo cosas todo el tiempo, pero quiero vivir una vida común. Soy afortunada de hacer y de trabajar de lo que hago. No me siento una persona elevada.
¿Siente la presión de ocupar el "lugar" de Riccetto? Si bien es cierto que en Atlanta ya era primera bailarina, en Uruguay ella logró que su nombre fuese como una suerte de marca país y las funciones en las que bailaba agotaban las entradas.
Yo no quiero crearme la presión y trato de no creérmela. Si uno siente la presión y se lo toma muy en serio, no podría dormir en la noche. Voy a hacer lo que estaba haciendo en Atlanta: llego, hago mi rutina, doy lo mejor de mí y ojalá que le guste al público. Hasta ahí puedo llegar. Si me pongo a pensar que tengo cierto rol, me enloquezco y me mata la ansiedad. Y los bailarines ya somos ansiosos de por sí (risas). Es un trabajo muy sacrificado, muy demandante y hay mucha presión desde que entrás al salón. Sé y soy consciente de lo que estoy haciendo y confío en que va a salir bien.
El parecido de su historia y la de Riccetto es innegable: ambas llegaron a Estados Unidos motivadas por el mismo profesor y hasta durmieron en la misma casa. ¿En qué momento cambiaron el rumbo de sus carreras?
Fuimos con el mismo profesor, nos fuimos a la misma casa. Me acuerdo de que había dos camitas y yo me quedé en la misma que ella. Tomamos rumbos diferentes porque ella se fue a Nueva York a hacer su audición y a mí me contaron que en Charlotte había un curso con coreógrafos nuevos y me copó. Yo quería probar distintas técnicas, sentir otras cosas. Tuve varias experiencias y más tarde me dijeron que tenía el perfil para ir al Atlanta Ballet. Me habían dicho que ahí los bailarines eran muy expresivos y yo también lo soy. Amo tanto lo que hago que se ve que me sale por los poros (risas).
¿Cómo recuerda aquellos primeros pasos en Atlanta?
Fue gracioso. Me acuerdo de que hubo una mala comunicación entre la directora de la escuela y el director; ella pensó que yo llegaba el martes pero llegué el lunes. Cuando pisé el Atlanta Ballet le dije a la secretaria que iba a una audición. Ella me contestó que tenía que subir al tercer piso y yo subí, me cambié, y empecé una clase con un señor (no sabía que era el director). Me pareció raro porque no fue nadie a verme, pero bailé y disfruté. La gente era muy bien y me dijeron que pasara adelante. Cuando terminamos, el director me preguntó quién era y le conté que era Nadia. Él pensó que llegaba al otro día y enseguida me dio la bienvenida. "You are hungry", me dijo.
De una forma similar la describió Igor Yebra. Antes de este ensayo dijo que era un tigre y usted le contestó que era como un huracán.
Es que soy un tigre. A mí lo que me pasa es que soy una bailarina a la que le salen las cosas de forma natural y porque me apasiona, no es que haya nacido dotada físicamente para bailar. La verdad es que trabajo mucho y me esfuerzo. No quiero decir que me costó, pero el ballet es una disciplina muy difícil. Y siento que eso me hizo más fuerte, por eso llegué a donde llegué. Me acuerdo de llegar a casa y pensar por qué no me salió algo; miraba los VHS a fin de año y veía qué tenía que cambiar. Fue crítica tras crítica.
¿Es demasiado exigente?
Me río porque sí, qué desastre. Siempre tuve las ganas de ser la mejor y no por no querer que otra persona lo sea, sino porque quiero ser mi mejor versión. Me cuesta mucho, por ejemplo, no terminar una clase; por más que esté cansada, me arrastro y la termino. Siempre fui la última en irme y en el escenario me siento más libre que en cualquier lado. Tengo hambre por el escenario. Cuando estábamos haciendo Onegin, a mi partenaire le decían "pobre chiquilín", porque no lo dejaba irse más (risas). Los ensayos terminaban sobre las cuatro y media, pero yo le decía que me iba a quedar por lo menos una hora más. Yo soy así todos los días. Hay gente que quizás no lo disfruta: sale de los salones y ya está. No lo juzgo porque está perfecto, hay que desconectar.
¿Y a usted le cuesta?
Sí, siempre me costó. Ahora estoy aprendiendo a hacerlo y a disfrutar de otras cosas. Me ayudó mucho que mi novio no sea bailarín, aunque tampoco es que haya tenido mucho novio bailarín ni que lo quiera porque no salgo más de acá (risas). El trabajo físico se tiene que hacer, pero aprendí que hay cosas inspiradoras como la música. En Atlanta también iba a ver ópera, el High Museum es excelente, hice teatro, me gusta hacer trekking, ir por las montañas en bicicleta.
Cuando era niña bailaba y le gustaba la música clásica. ¿Es un gusto que compartía con sus padres?
Mis padres eran muy fans de la música. Los domingos se escuchaba folclore, pero también escuchábamos The Beatles, Queen, Jaime Roos. A mí me pasaba algo muy raro: mis padres ponían música clásica y me generaba algo muy raro, me daba hasta miedo. Yo realmente siento la música y no lo digo como un cliché. Para las coreografías es importante y no podés bailar como un robot porque tampoco es arte. Mi padre tenía una banda, mi hermano toca música. Ahora, en la planta baja de donde vivimos, en Las Toscas, tiene un piano, guitarra eléctrica, bajo; es como un estudio de música. No hay un día en que la casa esté callada.
¿En su casa de Estados Unidos sonaba la misma música?
No y es algo raro. Yo llegaba cansada, tenía que ponerme a cocinar, aprontaba las cosas para el otro día y lo hacía de una forma sistemática. Los domingos nos despertábamos con Zitarrosa y el mate, pero no ponía música como en casa. Ahora sí volvió esa rutina de familia. La casa no está más callada.
Producción: Sofìa Miranda Montero
Maquillaje y pelo: Pamela Cambre
Agradecemos a Casa Almargen, Pastiche y Jibona por su colaboración en esta producció