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Paul Stanley, el líder de Kiss: una estrella que no se estrelló

Recién llegada a Uruguay, Dar la cara: una vida al descubierto es considerada una de las mejores narraciones en primera persona de un músico de rock.

Recién llegada a Uruguay, Dar la cara: una vida al descubierto es considerada una de las mejores narraciones en primera persona de un músico de rock.

"El hogar es un concepto curioso. Para la mayoría de las personas supone un refugio. Mi primer hogar fue cualquier cosa menos eso. Nací el 20 de enero de 1952, de nombre Stanley Bert Eisen". Así, de esta forma, arrancando el capítulo uno de un total de 65, divididos en seis partes, el autobiografiado se introduce a sí mismo. Uno podría esperar una brutal historia de resiliencia, pero hay más un sentimiento de resignación hacia una familia disfuncional: una madre que le pide "que libre sus propias batallas" a un niño de cinco años víctima de bullying, un padre cuyo único consejo sobre sexo a su hijo de 14 fue: "Como dejes preñada a alguna, tendrás que apañártelas solo", una hermana con trastornos psicóticos severos, una malformación congénita (microtia) que le dejó "un muñón en vez de oreja derecha", de la que además era sordo. Afectado por el acoso en la escuela y la indiferencia en casa, él mismo, siendo un niño, debió acudir por su propia cuenta a la ayuda de un psiquiatra para no terminar bajo las ruedas de un pesado rodado en el neoyorquino Queens.

Quizás para tapar todo eso fuese necesario tanto maquillaje, tanto ruido, tanta estridencia, tanta desmesura, tanto divismo y una estrella negra cubriendo todo el ojo derecho de un rostro pintado de blanco.

Pero Dar la cara: una vida al descubierto, que la editorial Es Pop trajo en estos días a Uruguay, luego de que el original (Face The Music: A Life Exposed) se tradujera al español en octubre de 2019, no habla solo de salir del pozo, de subir al estrellato y mantenerse, de groupies, de éxito desmesurado, de sexo, drogas y rocanrol, de arte y de terrajez, de familia, perdones y rencores. La autobiografía de Paul Stanley, el Starchild del grupo Kiss, banda aclamada y odiada por partes iguales, con aproximadamente cien millones de discos vendidos en todo el mundo, es, simplemente una tremenda historia, digna de ser contada. Y con la ayuda del exeditor de Playboy Tim Mohr, es una historia muy bien contada, desde una honestidad a veces pedante, a veces flagelante y a veces cruel. En todo caso, ha sido unánimemente elogiada -por medios como Legendary Rock, Guitar World o The Times-Picayune, músicos como Jimmy Page y 93% de los lectores de Amazon, que lo calificaron con cuatro o cinco estrellas- dentro del desparejo mundo de las autobiografías rockeras.

Conviene poner las cosas en contexto. En los primeros años 70 en Nueva York no era descabellado pensar en hacerse rico y famoso con el rock. Incluso si sos un joven acomplejado por tu oreja -motivo principalísimo por el cual te dejás crecer el pelo-, tus cualidades como compositor nunca te harán ser un John Lennon, tus habilidades como guitarrista distan de ser las de Jimmy Page, pero pese a todo te tenés fe. Y tenés la suerte de cruzarte con un tipo llamado Gene Klein, jetón, cancherote, un poco mejor músico e igual de dado para crear canciones gancheras y pueriles, pero que también tiene todo el empuje para salir adelante (y que, para mayor sensación de hermandad, es judío como vos), quizá hay más chance de que saliera algo. Y lo que salió se dio a conocer con el nombre de Kiss, nacida en 1973.

Convencido de que ninguna estrella de rock podría llamarse Stanley Einsen, este taxista, despachante de una estación de servicio y mal estudiante de secundaria cambió su nombre por Paul Stanley. Para Klein, pasar a llamarse Gene Simmons y ocuparse del bajo, fue más fácil: de hecho, ya había cambiado su nombre original, Chaim Witz, con el que había nacido en Israel en 1949. Aunque tenían antepasados que habían huido del nazismo, la política nunca fue una musa en sus canciones, primero compuestas entre ambos, luego por separado, luego con ayuda de colaboradores externos: básicamente cantaban sobre enfiestarse, encamarse y rocanrolear mientras quedara aliento. Como escribió la revista Rolling Stone en mayo de 2014: "Eran dos chicos judíos de Nueva York que compartían una clara ambición y ninguna tendencia autodestructiva; chicos inteligentes que se las arreglaron para escribir algunas de las letras tontas más gloriosas de la historia". Está claro que si se buscaba poesía, para eso estaban los discos de Bob Dylan y Patti Smith.

El cuadrado mágico se completó con el guitarrista Ace Frehley y el baterista Peter Criss. Si Stanley se muestra en su libro como un hombre inseguro bajo el escenario que se dejó arrastrar por decisiones estúpidas, si no hesita en tildar a su todavía hermano de ruta Simmons de ególatra, egoísta y abandónico, vale imaginarse los dardos que les tiró a los otros integrantes originales del cuarteto. El maquillaje que los hizo famosos buscaba dar la idea de un cuarteto con "personajes claramente identificables y distintivos". Stanley, el mejor cantante y el mejor front-man, se convirtió en el "Chico Estrella", recurso obvio para tapar sus inseguridades a cara lavada. Simmons, el más histriónico, fue The Demon y quizá la cara más reconocible del combo (al punto que muchos creían que era el líder), Frehley fue Spaceman y Criss, Catman. Todos cantaban y todos aportaban, al menos en la imagen brindada hacia el exterior. Como un matrimonio que solo se lleva bien en la cama, brillaban sobre las tablas y bajo los reflectores (de hecho, fue recién su cuarto disco, el primero en vivo, Alive, de 1975, el que los transformó en estrellas). Pero tras bambalinas eran una familia tan disfuncional como la del chico sin oreja derecha.

(In)seguridades. La Santísima Trinidad rockera del sexo-droga-rocanrol se vivió con intensidad en Kiss. Pero mientras sus líderes y todavía hoy integrantes del grupo se concentraban en coleccionar levantes de una noche cuando su interacción con las drogas y el alcohol iban desde lo mesurado (Stanley) a lo inexistente (por raro que parezca, Simmons), Ace y Peter eran los desbundados que tiraban televisores desde los cuartos de los hoteles, se tomaban hasta los perfumes (literal) y se metían en el cuerpo cuanto químico hubiera en la vuelta. La decadencia de estos últimos y la tirria que causaban en el grupo bien podía ser una muestra de por qué tantos buenos grupos implosionaron en esos tiempos. Quizá sorprende la saña con la que Stanley trata a Catman (lo destroza como baterista y como compositor, pese a ser el coautor de Beth, el mayor éxito del grupo), a quien pinta poco menos que como un iletrado. Sobre Ace, reconoce que sí pudo haber sido un gran guitarrista -lo era: el mejor rock que jamás emergió de Kiss provino de sus punteos y riffs-, pero que ahogó su talento en hectolitros de alcohol.

"Tanto Peter como Ace pasaban todo el día colocados", escribe Paul. Cuando ya ni siquiera podían tocar en los discos y debían ser sustituidos por músicos de estudios, ambos fueron expulsados a principios de los 80. Para entonces, la banda -que había creado himnos rockeros como Deuce, Strutter, Rock And Roll All Nite, God Of Thunder, Detroit Rock City y Love Gun, esta última una metáfora sexual bastante zafia- había comenzado a coquetear con la música disco en temas como I Was Made For Lovin' You y el disco Unmasked (1980). Comenzó un declive que los llevó a tener un público "familiar" (niños con sus madres, ¡horror!), una serie de músicos de efímera presencia y dispar eficacia (el buen baterista Eric Carr, que fallecería de un raro cáncer en 1991, más una serie de guitarristas que incluyeron al insoportable Vinnie Vincent, al breve Mark St. John y al funcional Bruce Kulick) y la necesidad de quitarse el maquillaje y salir a cara lavada para recuperar la atención y la gloria perdida. Se puede decir que las jugadas les salieron bien, ya que a mediados de los 80 volvieron a levantar la nariz, según Stanley, gracias prácticamente a su único esfuerzo, ya que su soul brother, Gene, parecía más interesado en probar suerte en Hollywood y labrarse un futuro como productor: "La sensación de convivir con un traidor en el seno del grupo crecía cada vez que Gene negaba sus anodinas y a menudo inexistentes contribuciones. Alguien no estaba jugando en equipo; alguien estaba pensando solo en sí mismo. Kiss quedaba en un distante segundo lugar entre sus prioridades".

Cabe también decir que desde el punto de vista del "deber ser" rockero, Kiss no generó nunca unanimidades. El libro de Stanley es revelador al admitir que muchos de los trucos (la batería sobre una plataforma elevable de Peter, la pirotecnia, las coreografías ensayadas, el fuego que escupía Gene) fueron sugeridos por managers y otros actores del entorno. Lo mismo pasó con el merchandising. Acusados de ser una máquina de facturar (como si los Beatles, los Stones o Queen no lo fueran...), a Kiss siempre se les criticó el hecho de que vendieran desde muñecos hasta ataúdes con sus efigies, desde papel higiénico hasta Hello Kitties. La idea, que los hizo millonarios, tampoco nació de ellos. "No teníamos ni la más remota idea sobre mercadotecnia. Ninguno de los cuatro participó en lo más mínimo en el lanzamiento del merchandising", se defiende el músico, admitiendo que eso les terminó pagando varias cuentas de luz... y autos de alta gama.

Pero el maquillaje, las plataformas de veinte centímetros sobre las que se movían, el espectáculo ampuloso, los coqueteos con ritmos de moda, la participación en el mundo del cómic y en bodrios cinematográficos insólitos y el echar del grupo a los únicos dos integrantes que encajaban en el estereotipo del desbunde que se esperaba de un rock star, terminó poniendo a la crítica rockera ortodoxa en su contra. De hecho, recién fueron incluidos en el Salón de la Fama del Rock and Roll en 2014, con 15 años de retraso (se exige influencia en la cultura popular y 25 años de edición de su primer disco), habiendo hecho mucho más mérito por estar ahí que un montón de bandas veneradas por la intelligentsia. Sin entrar en mucho detalle, era insólito que Kiss no estuviera y sí se incluyera a The Animals, Glady Knight & The Pips, The Flamingos, Traffic, Hall & Oates o The Dave Clark Five.

Más allá de la historia de Kiss y la de su prontuario amatorio -que es la más densa y pedante, aunque ahora se enorgullezca de ser un hombre felizmente casado en segundas nupcias, con cuatro hijos como descendencia-, Dar la cara es la historia de un hombre que siguió siendo inseguro e incapaz de sentirse realmente cómodo con alguien hasta hace muy poco. Tapaba esa inseguridad maquillándose como Starchild primero y luego siendo el mismo Starchild a cara lavada abajo del escenario, fantochada que se iba en sus largos ratos de soledad. "En diciembre de 1977, cuando regresamos a Nueva York, habíamos agotado las entradas para otros tres conciertos en el Madison Square Garden. Al término de las dos primeras actuaciones, los otros aprovecharon para reunirse con sus familias; yo acabé sentado a solas en Sarge's Deli, en la esquina de la Tercera Avenida con la calle 36, comiéndome un cuenco de sopa de bolas de matza". Estamos hablando de la cara (pintada) más visible del que entonces era el grupo más popular de Estados Unidos.

A él, la epifanía que le cambió la vida le ocurrió protagonizando un musical de Broadway, El fantasma de la ópera, en 1999. "El protagonista es un compositor que se cubre con una máscara para ocultar una horrible desfiguración facial. Y ahí estaba yo -el chico sin oreja, Stanley, el monstruo que se había pasado la vida haciendo música con el rostro tapado con maquillaje- interpretando al personaje. Una escena en particular me tocó psicológicamente la fibra. Ataviado con su máscara y su capa, el Fantasma irradia un peligroso pero elegante atractivo. Justo antes de secuestrarla para llevársela a su guarida, el Fantasma se inclina sobre Christine, su interés romántico, y esta le arranca la máscara, revelando su horrendo rostro. Algo en ese desenmascaramiento y el hecho de que ella lo toque en ese momento de intimidad resonó profundamente en mi interior". Eso y su matrimonio actual le han otorgado, asegura, la anhelada paz interior.

El show debe continuar. Para entonces, ya se había hecho una cirugía reparadora. También para entonces Kiss había vuelto al maquillaje y a su formación original, en unas giras tan lucrativas como caóticas tras las que Criss y Frehley volvieron a ser eyectados. Stanley es especialmente cínico y agudo al describir los entresijos de esas idas y vueltas en la convivencia de una familia disfuncional pintarrajeada. Business are business. En realidad, todo el texto es muy atractivo y ágil de leer, aunque quizá caigan pesados sus "levantes" (Stanley no tenía escrúpulos en soplarles las novias a sus colegas) y los dardos dedicados a Peter (sobre todo) y a Ace. Y la parte gráfica también es espectacular.

Con su leyenda a cuestas, Kiss tocó en el Gran Parque Central de Montevideo el 18 de abril de 2015, con un show demoledor de más de hora y media, ante unos pocos miles de personas; pocos para abarrotar el lugar, suficientes para elevar la temperatura al máximo como en los buenos viejos tiempos. Con los históricos maquillajes y vestuario estaban Stanley, Simmons, Eric Singer como Catman y Tommy Thayer como Spaceman. Es que los miembros originales vendieron sus maquillajes; en Kiss no hay nada que no sea negocio. En la parte final del libro, el front man de la banda deja claro que el grupo que ellos mismos formaron puede sucederlos incluso a ellos.

"Me doy cuenta de que Kiss podría -y debería- seguir adelante sin mí. Kiss no es como otras bandas. Nunca hemos aceptado los límites que otros grupos se autoimponen. Nuestros seguidores vienen a los conciertos para ver a los personajes que creamos y lo que dichos personajes representan. No vienen a verme a mí, sino lo que personifico. Hubo una época en que la gente decía que ningún miembro de este grupo podía ser sustituido. Teníamos que ser los cuatro de siempre. Bueno, pues hemos demostrado que se equivocaban en un cincuenta por ciento. Y, con el tiempo, acabarán descubriendo que se equivocaban en un setenta y cinco por ciento y, por último, en un cien por cien", dice sobre el final.

Queda la duda de si esto, convertir su rol en una banda cual si fuera una franquicia, es la mayor falta de respeto al rock de la historia, o si por el contrario es la actitud más rupturistamente rockera que exista. A Paul Stanley, un sobreviviente feliz, ya parece no importarle tanto.