Cuando la luz sintética con la que se iluminan calles, parques, monumentos, hogares y jardines se direcciona hacia el cielo, ya sea por estar simplemente mal orientada o por el porcentaje que las superficies terminan reflejando (conocido como albedo, que es mayor en la nieve y el concreto y menor en el asfalto nuevo), se habla de contaminación lumínica. Es, básicamente, cuando la luz se dispersa. Se trata de un desperdicio de energía que termina dirigido al cielo, reflejándose sobre la capa de gases y aerosoles de la propia atmósfera y produciendo un resplandor artificial que le resta oscuridad.
De solo verlo se entiende como “una irracionalidad a nivel energético”. En esos términos lo puso la arquitecta Susana Colmegna, especialista en medio ambiente visual e iluminación eficiente. Y ni siquiera tuvo que pensar en la ciudad para definirlo así; hay rutas interdepartamentales sobreiluminadas, por ejemplo, hasta con columnas de luz colocadas en lugares donde no vive absolutamente nadie. Según la profesional, “rompimos el ciclo de la luz”, que es lo mismo que afirmar que “rompimos con el ciclo de la vida”.
El problema es que hablar de contaminación lumínica no está tan instalado como la preocupación por los plásticos en el océano o el calentamiento global; “las personas no terminan de entender que la noche es necesaria”.
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Cómo se mide.
La escala de colores de Bortle describe el tipo de brillo sobre el fondo del cielo y a su vez tiene una correspondencia directa con la escala de magnitudes astronómicas que mide el brillo de los cuerpos celestes; desde los más visibles (primera magnitud) como el Sol (-25), la Luna (-12), Sirio (0) —el punto más brillante de todo el cielo nocturno— y Venus (-5) hasta aquellos de sexta magnitud o que solo pueden alcanzarse con telescopios (10, 15, 20 o 25).
Lo que se conoce como cielo prístino se corresponde a las categorías 1 y 2 de Bortle, dentro de las cuales hasta pueden verse astros de magnitud 8 (cuando se estima que 5 es la magnitud límite a simple vista) sobre un fondo de color negro o gris. Esto permite que el ojo humano pueda ver la Vía Láctea, cúmulos globulares, constelaciones como Escorpio y Sagitario y planetas como Marte o Júpiter.
En Uruguay podemos encontrar cielos a partir de la tercera categoría, que corresponde a un cielo rural, donde todavía es visible la franja de la Vía Láctea, aunque haya más zonas del fondo denominado azul, sin estrellas, donde ya se aprecia algo de contaminación lumínica en el horizonte.
Los cielos categoría 4 representan una transición entre el entorno rural y el suburbano, y el 5 ya corresponde directamente a las áreas suburbanas. Con un fondo de cielo catalogado como verde amarillo, el ojo humano puede llegar a captar astros de magnitud 5 y 6 y una Vía Láctea sin detalles. Varios sitios del interior del país que se consideran las mejores postales astronómicas del Uruguay, como Cabo Polonio o Villa Serrana, en realidad caben dentro de esta categoría.
La sexta habla de un cielo urbano brillante, con un fondo naranja que pasa a volverse rojo en un cielo categoría 7, donde ya se percibe el brillo de una ciudad cercana. Finalmente, los cielos 8 y 9 responden a observaciones que se hacen de forma directa desde el centro de ciudades como Montevideo. El fondo del cielo se entiende blanco por el tono grisáceo que lo recubre, producto de la luz emitida en todas las direcciones. A simple vista, alcanzar un astro de magnitud 3 ya es sorprendente en un entorno como este. La Vía Láctea es invisible, las estrellas se ven débiles y la Luna por ahora sigue siendo la protagonista.
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¿Cómo nos afecta si no es tóxica para el planeta? En primer lugar, al contrario de lo que se piensa, la contaminación lumínica sí genera residuos contaminantes como dióxido de carbono o sustancias radiactivas. Además, dentro de la tendencia medioambiental de desperdicio 0, el exceso de luz termina siendo ineficiente porque deslumbra (es tanto el brillo que atenta contra el “confort visual“) y es intrusivo (llega a lugares no previstos o innecesarios).
Una distracción visual puede provocar importantes accidentes de tránsito, siendo una amenaza para la seguridad vial en general, así como también puede llegar a afectar al tránsito marítimo y aéreo.
La sobreiluminación “es un peligro para la salud pública”, señaló Colmegna. Más allá de las repercusiones propiamente urbanas, que la naturaleza evolucione bajo ritmos lumínicos artificiales afecta la convivencia y el desarrollo de todas las especies. Al desdibujarse los límites naturales entre el día y la noche, cambian, por ejemplo, las dinámicas entre depredador y presa por alterarse los comportamientos diurnos o nocturnos de los animales. Además, muchos de ellos, como pájaros, insectos y tortugas, se acaban desorientando y cambian sus rutas migratorias o ven afectados sus ciclos reproductivos. Lo mismo pasa con las plantas. Aquellas que tienen su actividad de floración durante la noche —porque son polinizadas por insectos nocturnos—, como las tunas o los cactus, detectan la presencia de cualquier fuente de luz, como calor, haciendo que no solo confundan momentos del día sino también las estaciones.
Traspolado a la salud humana, la iluminación artificial altera el reloj biológico (ritmo circadiano) al aumentar el cortisol —la hormona del estrés— y reducir la melatonina —la hormona del sueño—. Esta última necesita de la oscuridad para regularse. Que no lo logre puede acarrear no solo alteraciones del sueño y fatiga, sino otros problemas de salud como obesidad y trastornos mentales como depresión y ansiedad.
Colmegna hizo hincapié en que de la mano de un desperdicio de luz hay un claro desperdicio de dinero y que, si la sobre iluminación urbana (entendida como una mala disposición de la luminaria) responde a una preocupación por la seguridad en la calle, es hora de cambiar el enfoque.
Los niveles de iluminación natural provienen de la emisión atmosférica natural, que se alimenta de la Luna, las estrellas y la Vía Láctea. En entornos no urbanos, la luz lunar de 0,1 lux alcanza para iluminar campo y mar. Entonces, “con entornos oscuros se necesita menos niveles de luz para destacar algo. Una adaptación de menos a más luz, así funciona el sistema visual, vemos mejor los peligros si no estamos deslumbrados. Cuanto más iluminado, más luz se necesita para seguir iluminando”, explicó.
En el último conversatorio sobre contaminación lumínica del Observatorio Astronómico de Montevideo, aunque a modo de introducción, se mencionó una consecuencia de la contaminación lumínica muy importante: “Van Gogh quizás nunca hubiera pintado La noche estrellada si hubiera nacido en una ciudad como Tokio o en Nueva York”.
¿Qué podemos hacer? La buena noticia es que, a diferencia de otras contaminaciones, la lumínica se puede reducir con bastante facilidad. Si cada luminaria llevara alero, si se utilizaran lámparas de bajo consumo y un espectro apropiado en todos los ambientes, si las personas se acostumbraran a apagar las luces en los espacios donde no están siendo utilizadas, si se pensara un marco legal para proteger el cielo oscuro desde la salud pública y promover las investigaciones en el tema…
Sin embargo, las medidas que se toman suelen ser desde la desinformación, como la sobreutilización de lámparas LED. Si bien es cierto que las luces de colores más cálidos (más parecidas al fuego) son las más recomendables porque generan un menor impacto —producen una menor alteración en los ciclos circadianos y mejoran las condiciones de confort visual—, que la luz LED pertenece solamente a este grupo es una mentira popularizada.
En el conversatorio se explicó que, como todo tipo de lámparas, las LED también tienen su propio espectro y por lo tanto las hay cálidas y frías. Por ende, hay luces LED dentro de la infame categoría de la luz azul (la de los teléfonos y la tele, que suprime casi en un 80% la melatonina). Las pantallas abiertas en aplicaciones de mensajería pueden ser hasta 10 veces más brillantes por la noche que algunos carteles publicitarios.
La verdadera buena de la película, entonces, es la lámpara de sodio, que emite una luz más anaranjada (cálida) y consume todavía menos energía que la LED.
En este tema, tanto la ciudad como el hogar y los espacios de trabajo deberían manejarse bajo los mismos criterios que diferencien la temperatura de luz y prioricen el uso de la cálida. Además, lo que debería suceder en interiores es que se utilice más la luz que ingresa por la ventana, para minimizar la cantidad de artefactos lumínicos encendidos.
Lamentablemente, para los espacios abiertos ya se estableció como tendencia utilizar este tipo de iluminación blanca en patios de casas, edificios y locales comerciales, incluso cuando nadie está utilizando el lugar iluminado. Existen denuncias particulares por esto, asegura Colmegna, pero como todavía no hay una normativa los afectados por la luz intrusa del vecino no saben a dónde dirigir su molestia, terminan sobrecargando a la intendencia y nadie hace nada.
Una buena medida para las luces exteriores sería el uso de temporizadores o sensores de movimiento y dirigirlas hacia la fachada de la casa y no hacia el cielo. También iluminar de arriba hacia abajo, sin dejar que la luz se disperse del objeto a iluminar.
Las soluciones para el alumbrado público deberían regirse por esta misma lógica, además de contemplar los colores, ya que por su composición la atmósfera tiende a reflejar y esparcir mayoritariamente las longitudes de onda en el rango azul, volviendo al cielo una cámara de eco del impacto negativo de la luz fría en los ciclos circadianos de los seres vivos.
Colmegna está trabajando junto con Macarena Risso, también arquitecta especializada en diseño de iluminación, en asesorías para el trazado de un plan de iluminación para la ciudad con apoyo de la Unidad Técnica de Alumbrado Público. La idea es concretar la formulación del Plan Maestro de Iluminación, que como primer paso requiere de una comprometida observación de la contaminación lumínica del cielo nocturno de Montevideo.
Si bien las mediciones ya se iniciaron en marzo a través de cinco sensores fotométricos que registran el brillo del cielo de forma continua y en distintos puntos de la ciudad, la obtención de resultados se proyecta para al menos un plazo de dos años.
Y aunque el equipo de investigación todavía no se atreve a revelar datos, Colmegna deslizó que encontraron algunos puntos sobre la avenida 18 de Julio donde los medidores marcaban hasta más de 250 luxes, cuando la iluminancia recomendada para calles y peatones es de un máximo de 10 luxes, suficientes para detectar obstáculos, cordones, escaleras, etc.
La clave está en el monitoreo: “Así como cuidamos la calidad del agua o acostumbramos a ventilar los ambientes, la sociedad civil tiene que acostumbrarse a controlar la contaminación lumínica”, apuntó Colmegna. Los luxómetros que colocó la intendencia, o Sky Quality Meter, en realidad son aparatos bastante económicos, y las especialistas aseguran que cualquiera puede (y debería) tener el suyo y poder subir el resultado de sus observaciones a sitios como globeatnight.org: “Uno lo aprieta, apunta hacia el cielo y ya le dice qué magnitud de brillo tiene en ese momento sobre su cabeza”.
Fijar un norte. Colmegna hace una invitación a entender que el de la contaminación lumínica es un problema de diseño y gestión de las instalaciones de alumbrado. Un sencillo primer paso para revertirlo podría ser cambiar los faroles redondos de algunas plazas (que iluminan para todos lados) a luminarias con alero, donde la distancia entre una y otra respete el propio ángulo de la luz para no sobreiluminar.
El modelo antecedente por excelencia es el del diseñador de iluminación francés Roger Narboni, que tiene más de 120 planes maestros de iluminación ideados y aplicados junto con arquitectos y paisajistas de Brasil, Francia, China e Israel. Países donde, según él mismo ha dicho en varias entrevistas, “la cultura de la luz se interpreta de forma distinta”. Eso es lo que todavía hace falta en Uruguay; “ahorrar energía se entiende en todos los ámbitos menos en iluminación”, lamentó Colmegna.