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    “Cucarachas” al servicio de la sociedad

    N° 1880 - 18 al 24 de Agosto de 2016

    Todos los gobiernos (no importa su orientación) han pretendido, pretenden y pretenderán que la prensa solo publique “buenas noticias”. Esta semana, el gobierno uruguayo cumplió con la regla. Después de una reunión del Consejo de Ministros, cuatro secretarios de Estado se presentaron ante los periodistas para destacar la enorme importancia que, según su interpretación, tiene el “diálogo social” convocado por el presidente Tabaré Vázquez para el futuro del Uruguay. Y dos de ellos “rezongaron” a la prensa por no informar sobre ese tema como al gobierno le gustaría. En particular, la ministra Marina Arismendi (Desarrollo Social) conjeturó con que quizá la información sobre el “diálogo social” no consiga los espacios periodísticos que el gobierno desea “porque son buenas noticias”. En otras palabras: a la prensa únicamente le interesan las “malas noticias” y desprecia las “buenas”.

    El esfuerzo de los ministros en su rueda de prensa de 50 minutos es el que todos los gobiernos han hecho, con más o menos énfasis, en procura de “fijar la agenda”. Esto es, tratando de aleccionar a la prensa sobre qué es noticia y qué no. Es un esfuerzo vano.

    Para empezar, no hay “malas” o “buenas” noticias. Hay, simplemente, noticias. Y, en el acierto o en el error, son los periodistas los que deciden qué es noticia y qué no. Respecto al “diálogo social”, los ministros dijeron, por ejemplo, que hubo debates “vehementes” con posiciones diversas, dignos de ser conocidos por la población. Pero, hasta ahora, los periodistas carecen de información más o menos completa sobre esos debates de donde podrían salir noticias. Sin información, no hay noticias.

    Después de que terminó la dictadura militar en 1985, Uruguay ha estado ininterrumpidamente en los primeros lugares de todos los rankings mundiales sobre libertad de prensa. En América Latina, junto con Costa Rica, Uruguay es actualmente “el mejor de la clase”. La protesta del gobierno se produce, pues, en ese marco. No tiene nada que ver con el despotismo chavista, ni con la patota kirchnerista, ni con la histeria correísta. Mucho menos con el totalitarismo castrista.

    Sin embargo, los ministros se quejaron porque la prensa no publica lo que el gobierno quiere y, como muchos otros antes, no pudieron evitar lanzarse —hay que decir que con bastante respeto y cuidando las palabras— a la búsqueda de chivos expiatorios.

    La historia de Uruguay muestra cómo, con demasiada frecuencia y particularmente con las administraciones frenteamplistas, los gobiernos han “descubierto” esas fuerzas malignas entre los periodistas y los medios de comunicación. Con más o menos fuerza según los tiempos, los profesionales del periodismo hemos sido colocados en el banquillo de los acusados por gobernantes que prefieren inventar un “enemigo” para ocultar sus propias falencias y exhibir­ al “pueblo” la mendacidad de esos entrometidos que se encargan, precisamente, de sacar a luz todo aquello que los que tienen el poder preferirían dejar en la oscuridad.

    Pero que el fenómeno sea frecuente no quiere decir que no haya que advertirlo como una señal preocupante.

    Los dictadores eran, en este sentido, bien consecuentes. Horadaban o abolían la libertad de prensa y no se ufanaban de respetarla. Aplicaban —cualquiera fuese su ideología— la posición totalitaria que Lenin proclamó con toda honestidad no bien tomó el control de la antigua Unión Soviética: “¿Por qué habría que habilitar la libertad de prensa y la libertad de expresión? ¿Por qué un gobierno que está haciendo lo que cree que es bueno debería permitir ser criticado? Un gobierno no avalaría el ejercicio de una oposición con armas letales. Pero las ideas son mucho más peligrosas que las armas. Entonces, ¿por qué habría que permitir que cualquier hombre compre una imprenta y disemine opiniones perniciosas destinadas a avergonzar al gobierno?”.

    Luego, Lenin advertiría a sus seguidores que los periodistas que no se avinieran a los designios del Partido Comunista de la Unión Soviética deberían ser “aplastados como cucarachas”.

    En la segunda mitad del siglo XXI, gente de buena fe (incluyo a los ministros de esta semana) sigue creyendo que los periodistas y los medios son causantes de muchas de las desgracias que ocurren en el país. Esas personas consideran que si los mensajeros no expusieran “malas noticias”, las sociedades funcionarían mejor y todos seríamos más felices.

    Desafortunadamente, eso es una ingenuidad. Si un día todos los periodistas decidieran dejar de publicar “malas noticias”, nada mejoraría. Y, al revés, las cosas podrían ponerse peores. Porque en el mundo real, los hechos que producen las malas nuevas continuarían ocurriendo. Solo tardaría más tiempo en correrse la voz.

    Los periodistas y los medios deben publicar todas las noticias de interés público. Las “buenas” y las “malas”. Alguien podría decir que, en realidad, lo que les conviene para caer simpáticos ante la gente es hablar de lo maravillosas que son las vacaciones en la playa y evitar todo comentario sobre los peligros de la exposición prolongada a los rayos del sol; o de los triunfos del gobierno y no de sus fracasos; o de las ganancias de las empresas y no de sus bancarrotas.

    Pero ni los periodistas ni los medios de comunicación tenemos el deber de ser simpáticos. No somos la Madre Teresa como para pretender el amor de todo el mundo. Por el contrario: la democracia necesita una prensa antipática. Porque sin una prensa antipática —esto es, una prensa comprometida a ofrecer una aproximación a la verdad con un relato tan exacto y completo como sea posible, y con una aspiración honesta a ser imparcial presentando las diversas caras de un asunto—, la ciudadanía desconocería los fraudes que se cometen en su nombre, ignoraría las malas artes de las empresas que contaminan el medioambiente y sería incapaz de distinguir cuándo un político ha traicionado la confianza que le fue depositada.

    Ese —y nada menos que ese— es el servicio que la prensa está obligada a prestar en una sociedad democrática.

    ¿Por qué la Constitución atribuye a la prensa libre una importancia superlativa? ¿Por qué los padres fundadores del Uruguay aceptaron someterse a la angustia de tener que soportar la potencialidad de verse envueltos en escándalos, críticas y controversias?

    Porque le asignaron un gran valor a la libertad y estuvieron dispuestos a pagar el precio. Ellos sabían que, si estaban en el poder, podían ser “molestados” por los periodistas y los medios. Pero también tenían claro que si un día la gente ponía a otros a cargo de los asuntos públicos, solo una prensa libre, no controlada por el gobierno, podía garantizarles la posibilidad de transmitir sus mensajes a la población, eventualmente opuestos a aquellos que fueran del agrado de los mandamases de turno.

    Estas nociones básicas sobre la prensa, la información, el poder y el público son las que tambalean cuando se escuchan reclamos como los de los ministros del presidente Vázquez. Sin embargo, contra viento y marea, decenas de periodistas continúan su batalla eterna contra las presiones, directas o indirectas, y muchas cuestiones de altísimo interés general siguen siendo descubiertas gracias a su trabajo denodado y, en no pocas circunstancias, altamente riesgoso.

    Esa es, al final, la única garantía que podemos ofrecerle a la sociedad: podremos equivocarnos una y mil veces; lo que no podemos es bajar los brazos y pasar a ser instrumentos al servicio del poder, sea del signo que sea.