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    ¿Dónde están los padres?

    No es broma

    Abismado por el recrudecimiento de los contagios por coronavirus, Fortunato se dedicó durante toda la cena a incinerar a los anormales que se autoconvocan en fiestas multitudinarias, beben del pico de la misma botella de alcohol, usan los tapabocas como sombreritos de cumpleaños o directamente no los usan ni para sonarse la nariz.

    Su esposa coincidía con él, y a cada rato interrumpía la cena para recibir una tranquilizadora llamada de alguno de sus hijos, que por el celular le confirmaba que estaba en casa de la novia o ya caminando rumbo a casa con un par de amigos.

    Es que los casos de las últimas semanas, coincidentes con las tradicionales fiestas, les habían puesto los pelos de punta. El tarado que incendió un auto en Atlántida, a ver si explotaba o no el tanque de nafta, en medio de la corrida de todos los demás imbéciles medio mamados que eran dispersados por las autoridades, los 50 imbéciles borrachos de Salinas, que no solo atacaron a la policía, sino que además se pelearon entre ellos, terminando en cana un buen número. Y, como si fuera poco, la novia de uno de los detenidos, tan borracha como su prometido, ataca a pedradas al policía que estaba en la puerta de la comisaría, quejándose de que se le habían llevado a la fuerza a su galán. O el imbécil que se trepó de uno de los carros de los bomberos de Piriápolis en plena marcha y a toda velocidad, cuando iban a apagar el fuego de dos contenedores que la muchachada había incendiado para festejar la Navidad, desde los que atacaban a la policía con piedras y botellas vacías. O la jovencita hisopada que —sin esperar el resultado— se tomó un bondi para irse con una amiga a una playa del Este, y después se enteró de que era positivo en Covid-19… O el idiota que a mediodía en la Parada 3 de la Mansa en Punta del Este amenazó a un guardia de la Prefectura con una pistola de 9 mm cuando le dijeron a él y a su grupo que estaban aglomerados…

    —Manga de anormales, inconscientes y débiles mentales—comentó Fortunato, sentándose en su sillón para ver el informativo de cierre de la tele—. ¿Qué juventud es esta? —se preguntó a sí mismo, porque la esposa ya había desaparecido rumbo al dormitorio.

    —Los incidentes continúan y las autoridades ya han realizado más de 600 procedimientos para disuadir las aglomeraciones —arrancó diciendo el informativista—, y lamentablemente no en todos los casos los dispersados aceptan de buen grado las solicitudes de la policía, y continúan las detenciones de los agresores y su ulterior formalización.

    —Más de lo mismo, por favor —reflexionó Fortunato mientras sus ojos se iban cerrando a causa de la monotonía informativa y la fatiga cotidiana estimulada por el vinito de la cena.

    Cuando su parpadeo era casi total, llegaron algunas noticias más preocupantes aún, pero Fortunato ya no sabía si eran ciertas o si estaba soñando.

    —Desde Maldonado se nos informa que, al intentar dispersar a un grupo que llevaba a cabo una fiesta no autorizada de más de 300 personas, un grupo de jóvenes alcoholizados secuestró a una oficial de policía a la que obligaron a hacer un striptease, encadenándola luego desnuda a uno de los parlantes que emitían música a todo volumen —dijo el informativista, dándole paso a la corresponsal del canal en Punta del Este, la que arrancó exhibiendo las imágenes del rescate de la oficial desnuda por un grupo de élite de la policía, a garrotazo limpio con los desaforados, que golpeaban a los agentes con botellas de cerveza y de vino.

    —Se informa que vienen en camino las tanquetas de la Republicana para poner orden en este caos —dijo la corresponsal, a la que los anormales que la rodeaban manosearon sin piedad, vaciándole una botella de cerveza o de algo parecido del mismo color, en la cabeza.

    —¿Será que esto lo estoy viendo o lo estoy soñando? —reflexionó Fortunato con preocupación, mientras las imágenes cambiaban ahora hacia el corresponsal en Piriápolis, que explicaba a la asombrada teleaudiencia que el subjefe de Policía de Rocha continuaba secuestrado en una cabaña de La Pedrera, y que sus secuestradores exigían la inmediata liberación de los cuatro detenidos por haber organizado una megafiesta clandestina de 400 personas en la que se distribuían pastillas de éxtasis en la entrada.

    Cuando ya nada podía asombrar más a los telespectadores, llegó la noticia de un siniestro jueguito organizado en otra fiesta clandestina en Punta del Diablo: la policía había sorprendido a un grupo de jóvenes alcoholizados y bajo el efecto de estupefacientes, que jugaba a la ruleta rusa Covid-19. Los anormales estaban sentados en la arena, en círculo, y en el medio había una muchachita contagiada con el maldito virus. Los asistentes tiraban dados, y el que sacaba el número más bajo, le daba un beso en la boca a la infectada. Fueron todos detenidos, y la infectada fue derivada al Hospital Español en Montevideo.

    —¿No te lo digo yo? —bramó Fortunato desde su sillón—. ¡La juventud está perdida! ¿Dónde están los padres de esos jóvenes?

    —No toda la juventud está perdida, Fortunato, no toda —replicó su esposa—. Tus hijos están durmiendo, llegaron hace un buen rato. Y los padres de esos muchachos, bueno, vos estás roncando desde hace rato, y yo me desperté ahora con tus gritos. Pero los educamos para que nos respetaran el sueño, ya lo ves.